viernes, 29 de noviembre de 2013

Como tú lo cuentas




Me gusta la realidad tal y como tú la cuentas. 
La prefiero mil veces a como era todo antes de ti;  y a como será, tal vez mañana...
Así que cuéntamela otra vez, hoy y todos los días, muy despacito. 
Y guardémosla para siempre, limpia y enmarcada, a salvo del tiempo y de las cosas de la vida.



Fotografía de Alfonso Hidalgo Bau

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Very common in Nepal 7: No te puedo engañar, soy budista



Es el primer día de ascensión y llevo más de tres horas subiendo escalones bajo la lluvia. Hemos salido muy temprano de Pokhara, la segunda ciudad del país, a doscientos kilómetros de la capital, una distancia que para los estándares de Nepal es todo un mundo en horas y dificultades. Uno de los puntos fuertes de un viaje a Nepal necesariamente pasa por aquí. Las guías dicen que es la más bonita y deseada para vivir por los nepalíes. Realmente, podría decirse que Pokhara lo tiene todo:

Los doscientos cincuenta mil habitantes de Pokhara hacen que sus calles sean relativamente tranquilas y están decentemente urbanizadas. El ambiente es apacible, alejado del caos y la contaminación de Kathmandú. Está bañada por las frescas aguas de un gran lago, el Phewa. Desde sus orillas, en una mañana despejada es posible contemplar unas impresionantes vistas de gran parte de la cordillera de los Annapurnas: el Dhaulagiri, el Annapurna I, el Manaslu, pero sobretodo, la majestuosa punta bifurcada del Machapuchre, también conocido como "cola de pez". Son enormes moles de piedra nevada se encaraman más allá de los siete mil y ocho mil metros, y se encuentran a menos de cincuenta kilómetros de distancia, recortándose contra el cielo azul, proyectando sus asombrosas figuras sobre el lago.


Pero sobre todo, Pokhara es el punto de partida de la ruta hacia una de las grandes maravillas de Nepal, la cordillera de los Annapurnas, que de momento no está siendo sino una penosa ascensión a través de empinados senderos escalonados. La niebla y las nubes bajas apenas permiten entrever unos cientos de metros a nuestro alrededor de un paisaje densamente boscoso. Me doy cuenta que bajo el monzón las reglas en la montaña cambian. A una altitud de mil setecientos metros la temperatura es extrañamente cálida, por lo que el material técnico destinado a proteger el cuerpo de las inclemencias de la altitud es válido en cualquier otro lugar, menos aquí. No hay frío del que protegerse, ni tampoco forma de detener el paso de la humedad que nos rodea. Poco a poco, el agua se acumula por encima y por debajo de mis ropas, tan incapaces de contener tanta cantidad de lluvia como de desalojar mi sudor. Noto que me cuezo como un jamón de York, pero sigo caminando, sigo subiendo escalones. Siempre hacia arriba, siempre uno más ante mi vista. Escalones; cientos, miles, centenares de miles de ellos. 

En nuestra ruta atravesamos frecuentemente pequeños núcleos de población, en todos hay tiendas de comida, bebida y otros elementos básicos para las necesidades del caminante occidental. También menudean las construcciones especialmente preparadas como refugios alpinos y alojamiento para montañeros. Muchos cuentan con balcones de madera sobre los que aparecen pintados hermosos paisajes nevados y eslóganes en inglés de grandes letras rojas aludiendo a las magníficas vistas panorámicas que supuestamente es posible contemplar desde ellos. Toda esta miriada de asentamientos que vamos encontrando cada pocos kilómetros tiene una buena y única razón de ser; el paso de gente como nosotros, turistas deseosos de acercarse lo más posible a las míticas cimas del planeta, capaces de haber viajado a ese recóndito rincón de la Tierra, allá donde el capricho de la poderosa naturaleza las ha hecho crecer. 

Finalmente nuestro guía ordena un alto en uno de estos lugares para reponer fuerzas y comer un poco. Derrengado, me desprendo de la mochila y me acomodo a cubierto de la lluvia, a la entrada de lo que parece ser una tienda-refugio-restaurante, todo a la vez, bajo un balcón. En cada alto que haremos en la ruta de los Annapurnas siempre habrá un nepalí dispuesto a vendernos algo. Sin mucho ruido y con proverbial calma. Los veré atendiendo a mis compañeros detrás de sus mostradores, con sus rostros morenos, retostados y sus cabellos lacios, gente nunca muy alta y casi siempre delgados. Siempre serios pero atentos. Un protocolario "namasté" es la palabra universal de saludo, y también el comienzo de toda negociación.

Mientras apuro los momentos de descanso, cierro los ojos y me dejo llevar por los recuerdos más recientes de estos últimos días; me doy cuenta que ya sea en un recodo perdido de la montaña, en la bella Pokhara o en la bulliciosa Kathmandú, en Nepal es muy fácil dejarse llevar por la tentación de comprar. Hay infinidad de estímulos esperándole a uno a la vuelta de cada esquina. Para todas las cosas interesantes hay que regatear. Es muy curioso el sistema de regateo a la nepalí. Lo podríamos considerar de lo más "honesto": son comerciantes de poco discutir. Por lo que se refiere al engaño en el precio, sólo te la intentan clavar una vez y ceden pronto cuando se dan cuenta que conoces el precio de lo que vas a comprar, o el trato es justo. "El precio que te pido es bueno, además, no te puedo engañar; yo soy budista" nos espetó una vez una taimada joyera en Pokhara, delante de un bonito colgante de turquesas en forma de nudo tibetano.  

     - Where do you came from? 
     - We are from Spain
     - ¡Españoles! Hola-hola, caracola...

El tiempo de descanso termina. Reemprendemos la marcha, no sin antes percatarme de haber tenido un visitante inesperado: un reguerillo de sangre sobre el calcetín derecho me indica que otra sanguijuela ha aprovechado el rato para engordar a mi cuenta...

La lluvia persiste, intermitente. Harto de sudar y ya mojado por completo, decido imitar a nuestro guía, que en ese momento me adelanta para ponerse en cabeza. Sudeep camina desprovisto de ropa de abrigo o impermeable, aceptando desde el principio que ni una cosa ni la otra tienen sentido ahora. Por el camino nos cruzamos con grupos de niños que juegan, subiendo y bajando los resbaladizos peldaños a la carrera. Uno luce una gastada camiseta con los colores de la equipación del Barça de esta última temporada, lo que consigue arrancarme una sonrisa de reconocimiento.


Los nepalíes parecen tener una curiosa atracción por las camisetas de los dos principales equipos de fútbol de nuestro país, tanto que no es raro que las admitan como moneda de cambio en tratos con turistas. He visto niños, jóvenes y mayores luciendo orgullosamente zamarras del FC Barcelona y del R.Madrid en sus quehaceres diarios... la mayor parte de ellas tan falsas como auténtica es su devoción por los equipos que representan. Ya en el segundo día de viaje me vi envuelto en una apasionada discusión sobre fútbol con el regente de nuestro primer alojamiento en Kathmandú, un veterano monje poseedor de un retrato dedicado por el actual Dalai Lama, e hincha del Madrid en sus ratos libres. Me recordó con sorna muy poco acorde con la debida compasión budista los siete goles que nos hizo el Bayern de Munich en las últimas semifinales de la Champions. Llegados a esta tesitura yo lógicamente tuve que recordarle el triste hecho de que su equipo había pasado un nuevo año sin comerse un rosco, tan en blanco como el color de su camiseta...

    -Here we are crazy about football!
    (¿Locos, vosotros? ¡Ay! si yo te contara despacito...)

Después de tres horas más de dura ascensión por fin alcanzamos el refugio de nuestra primera noche. Es una noche de descubrimiento mutuo de los folckores musicales hispánico y nepalí entre turistas y los porteadores que hemos contratado para llevar parte de nuestro equipaje. Ellos son un puñado de jóvenes estudiantes que sacan recorriendo estas rutas unos jugosos ingresos extras; diez euros diarios al cambio por acarrear hasta veinte quilos de mochilas a sus espaldas. Es una animada noche en las que se alternan las delicadas y melodiosas canciones nepalíes con lo más granado y festivo de los grandes éxitos eternos de El Fary, Camilo Sesto o Manolo Escobar, todo ello a la luz de lámparas de gas, pues el suministro eléctrico se corta a menudo por esos lares. Cuando finalmente nos retiramos a descansar, nos toca comprobar lo espartano del alojamiento alpino en el que hemos recalado, poco más que simples cabinas de madera con un ventanuco y un par de jergones.

El segundo día amanece sin lluvia, aunque las nubes bajas siguen agarradas al terreno. La caminata hasta el refugio de Gorepani es hoy mucho más llevadera. Alcanzamos los dos mil setecientos metros atravesando frondosos parajes envueltos en la niebla, cruzamos endebles puentes de tablas sobre torrentes enfurecidos. Todo está cubierto de musgo, de exhuberantes líquenes, de helechos aéreos arraigados sobre altos árboles, un mundo perdido por el que nos adentramos, rompiendo la neblina del camino. Llegamos al pueblo de Gorepani bajo una fina lluvia en medio del silencio de la tarde. Es uno de los pueblos de montaña más grandes de la comarca, ya que es paso previo para el ascenso a la colina de Poon Hill, mirador de privilegio donde en la temporada álgida miles de montañeros se concentran para contemplar las espectaculares y míticas vistas circulares de la gran cordillera de los Annapurnas. 


En el tercer día continúa la lluvia. Nuestro segundo refugio es una agradable y acogedora sorpresa. Su espacioso salón comedor de madera organizado alrededor de una gran chimenea negra de leña y carbón invita al recogimiento, a la espera. Desde los ventanales contemplamos los cielos absolutamente cerrados. La niebla blanca, brillante resbala por las laderas de las montañas. Tenemos la certeza de tener los Annapurnas justo detrás de las ventanas, pero no podemos verlos. Sin otra cosa que hacer, matamos el tedio jugando a las cartas y haciendo planes delante de un mapa a gran escala de los Himalayas que cuelga de una de las paredes. Planes para dentro de un rato, para mañana, o quizás para el año que viene. Porque si no despeja mañana, ya no podrá ser en este viaje. Y entonces habrá que volver, quien sabe si en semana santa, o el próximo verano... Mientras tanto, la lluvia arrecia, repiqueteando con fuerza sobre el refugio. Una niña nepalí corretea entre nosotros, silenciosa, tímida. Gorro de lana multicolor, abrigo rojo, una sandalia blanca, un pie descalzo. Sus ojos rasgados lo observan todo, enmarcados por su carita ovalada, de cobre oscuro.



El cuarto día algo cambia;  por fin surgen las primeras ventanas de cielo azul a través de la niebla. La densa cortina de nubes se ha resquebrajado, mostrándonos fugazmente retazos de un paisaje espectacular, velado hasta ahora a nuestros ojos.


Sin dudarlo, nos lanzamos a una apresurada subida al Poon Hill. En poco más de una hora alcanzamos el lugar, un amplio promontorio pelado, libre de obstáculos para la visión y coronado por una gran torre de observación. El lugar está desierto, pues estamos muy lejos de la mejor época para el éxito de nuestro propósito, pero en contra de todas las predicciones, el telón de nubes se abre para mostrarnos las imponentes siluetas, increíblemente cercanas, del Annapurna Sur y el Daulaghiri en toda su brutal belleza.

Sólo cinco minutos de éxtasis a cambio de cinco días de sudor, cansancio, lluvia, barro y sanguijuelas. Un precio que sin embargo, siempre seguiré dispuesto a pagar, con el mayor gusto.

 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Very common in Nepal 6: El taxista de las cien rupias



El retorno a Kathmandú desde las junglas del sur se nos hace aún más duro que a la ida. En cuanto entramos en las calles de la ciudad la contaminación se agarra a la garganta. Además hoy el monzón ha decidido recordarnos que sigue vigente. Bajo la intensa lluvia, las calles se desdibujan en ríos de barro y agua. Sin embargo, el tráfico de vehículos, animales y personas se mantiene inalterable con su habitual ritmo infernal. Los charcos crecen hasta convertirse en pequeños lagos. El agua discurre por las calzadas formando torrentes. El autocar no puede adentrarse en las estrechas callejuelas del barrio de Thamel, por lo que tenemos que cubrir el último medio kilómetro a pie, acarreando nuestras mochilas y maletas. En formación de horda avanzamos atropelladamente hasta un cruce de calles en el que es imposible pasar sin mojarse hasta por encima de los tobillos. Sin embargo, hay que llegar al hotel, como sea. Mientras tanto los nepalíes pasan a nuestro lado sin inmutarse, chapoteando rutinariamente con sus sandalias de goma, hundiendo sus pies en el agua oscura, hasta la pantorrilla incluso. Pero para nosotros, con nuestras maletas de más de 20 kilos y calzado de ciudad, un simple palmo de agua se vuelve un obstáculo insuperable.

Tras unos momentos de estupor e indecisión no tarda en aparecer el verdadero espíritu hispánico; poco a poco cada cual empieza a buscarse la vida por su cuenta. Algunos deciden abordar la cuestión por las bravas, y levantando en vilo su equipaje se meten en el agua sin más. Otros buscan rutas alternativas y dan media vuelta, en busca de otra zona de paso. También los hay que parecen bloquearse y simplemente, permanecen inmóviles, a verlas venir y apuntarse al mejor carro. De pronto, a mi lado alguien tiene una idea luminosa: "¿Y si paramos un taxi para que nos lleve las maletas?" Dicho y hecho.

No tardamos en tener a nuestra disposición uno de los pequeños utilitarios blancos que en Kathmandú funcionan como taxis. Unas pocas indicaciones en un rudimentario y apresurado inglés bastan para hacer entender al taxista nuestro plan. Es un nepalí de mediana edad, menudo, delgado, seco, de cabello ralo y ceniciento. En su ajada camisa grisácea poco a poco se mezclan los lamparones de grasa con el agua de lluvia. Cerramos el trato rápidamente; serán cien rupias por el servicio. Nos sorprende lo fácil y económico del trato; ¡es poco más de un euro al cambio! 

No obstante, enseguida advierto que el ridículo maletero del desvencijado cochecito no da ni para medio bulto de los nuestros, pero ante la permisiva pasividad del taxista procedemos a atiborrar todo el espacio disponible con las maletas de cuatro de nosotros. En el interior sólo queda sitio para uno. Seré yo el que suba junto al conductor con mi mochila a la espalda. En estas condiciones apenas tengo espacio para moverme en mi asiento, pero el trayecto es corto. Avanzamos rápidamente entre toques de claxon propios y ajenos, cortando de través la sopa de agua en la que se mueven personas, animales y vehículos por las atestadas callejuelas del barrio tibetano. En menos de cinco minutos estoy ante la puerta del Potala Guest House. 

Salgo del taxi y rápidamente me afano en sacar las maletas y ponerlas a salvo en el interior del vestíbulo del hotel, lejos de toda la lluvia y los charcos de esa enloquecida ciudad. Mientras tanto, el taxista permanece todo el tiempo inmóvil, junto a la puerta de su coche, de pie bajo la cálida lluvia, dejándome hacer, pleno de budista indiferencia, esperando tranquilamente a que termine para cobrar su magra carrera. Está claro que cien rupias en Nepal dan para lo que dan...