Relato publicado en el nº 7 de la revista
Entropía
Y de repente, como si nada hubiera ocurrido, como si todo tuviera que volver
a pasar, allí estaban.
Habían pasado a ser algo totalmente cotidiano e invisible en la conciencia,
asemejándose a ese semáforo que cruzaba cada día camino del trabajo. Se habían
convertido en una cosa ya vivida, asumida, interiorizada, por fin. Pero aquel día había
visto a uno claramente, justo al lado del semáforo que había en la última
rotonda, justo antes de llegar a la oficina.
Siguió conduciendo, incapaz de reaccionar, incrédulo de sus propios
sentidos, y esperó que quizás sólo se hubiera tratado de un error de
apreciación. Y en todo caso, y aunque fuera verdad, era posible que
desapareciera, como las otras veces. Al cabo de un rato la vorágine laboral le
permitió olvidarse del fugaz encuentro y el día acabó convirtiéndose en uno de
tantos. Tan sólo volvió a su mente el suceso cuando ya en el coche y de vuelta
a casa pasó por aquella rotonda. El lugar estaba tranquilo y despejado, junto
al semáforo de la rotonda no había nadie. Aceleró para enfilar la recta
ascendente. Debería haberle bastado así y no haber lanzado una última ojeada al
retrovisor izquierdo. De ese modo, no los habría visto cruzar por el paso que
acababa de dejar atrás. Allí estaban. Eran dos.
Cuando aparcó ante su casa, se quedó unos instantes en silencio dentro del
coche, a oscuras. Deseó que aquel día no hubiera amanecido, poder volver a
empezar de nuevo. Ojalá pudiera borrarlo todo y hasta recomenzar enteramente
varios años atrás...
Ya en casa, encendió el televisor y se sintió mejor. Poco a poco su ánimo se
fue serenando. Tenía que abordar el tema con tranquilidad, no había otro remedio.
Considerando la cuestión fríamente, lo cierto es que se le habían acabando
todas las soluciones, al menos las que él conocía, las que siempre habían
funcionado. Fue entonces cuando decidió que aquello no tenía tanta importancia.
Por él podían volver; en el fondo no tenían porqué suponer mayor problema.
Aliviado y con el ánimo renovado por su decisión, se zambulló en la trama de
su serie favorita durante un buen rato. Llegado el término del día, cansado
pero feliz, se había olvidado de nuevo de ellos. Todo volvía a ser como
siempre.
Al día siguiente era sábado, por lo que libre de la tiranía del despertador,
no se levantó hasta que la cálida luz de la mañana empezó a entrar en el
dormitorio. Le gustaba amanecer así los fines de semana, y asomarse a la
ventana para contemplar la calle con el sol despuntando. No tardó en verlos
deambular por la acera, entre los coches y en el parque. Allí estaban también.
Contrariado, corrió la cortina y volvió al interior. No era cosa suya, ya se
irían.
Sin embargo, no se fueron. Los días iban pasando y mirase donde mirase cada
día había más, muchos más. Decidió ignorarlos cuando se cruzaban en su camino
hacia su trabajo, caminaban ante el portal de su casa o se sentaban en los
bancos de su parque. Ya no se despertaba los fines de semana del mismo modo, ya
no se asomaba a ninguna de las ventanas de su casa. La vida seguía; al fin y al
cabo eso era lo importante. Lo mejor era seguir disfrutando de las cosas
buenas: tenía buena salud, un trabajo que le permitía vivir, y su casa era
digna, ahí estaría protegido, seguro y tranquilo. Lo demás en el fondo no
importaba tanto. Conviviría con la nueva situación, hasta que decidieran marcharse.
Una noche de invierno alguien llamó a la puerta, y supo que eran ellos. Se
acercó en silencio, pero no contestó. Al otro lado no
se oía nada. No volvieron a llamar. Bajó todas las persianas y corrió todos
los cerrojos. No se atreverían, ahí no llegarían, aquello era su casa. Supuso que ya no
irían más lejos, que a partir de entonces la cosas empezarían a cambiar, y
quizás con un poco de suerte, más pronto o más temprano se marcharían, y las cosas volverían a ser como antes.
Poco después oyó como la puerta de su casa se abría. Allí
estaban.
Fotografía de @ZequesVSM