martes, 29 de noviembre de 2011

El cerco

El último había dejado de moverse, había llegado casi hasta los pies de los dos hombres. El silencio volvió de nuevo al claro del bosque. Los negros ojos de la última bestia muerta seguían fijos en ellos, sobresaliendo por encima de la espesa capa de nieve que lo cubría todo. Sus dientes afilados se recortaban amenazadores, apuntando al cielo gris plomizo.

El bosque volvió a hervir de nuevo. Alrededor del claro se alzó un ominoso cerco de sombras y rugidos.  Estaban otra vez ahí, muy cerca. Y esta vez eran muchos más. Los vieron salir, emergiendo lentamente de entre los altos árboles. Ya no temían mostrarse, pues al fin se sabían fuertes.

Atrás habían quedado los tiempos en que fueron cazados como las vulgares alimañas que eran por un pueblo de hombres orgullosos. Sin embargo un día empezaron a oler su respeto, después fue su temor, y finalmente su miedo. Fue entonces cuando las fieras salieron del bosque, derribaron las empalizadas y llegaron hasta sus casas. Aquella primera vez aceptaron los sacrificios que les ofrecieron. Ahora no aceptarían otra cosa que no fuera cobrar hasta la última gota de sangre.

Los dos hermanos se dieron cuenta de que ellos eran los últimos, ya no quedaba nadie más. Eran la última defensa. Espalda contra espalda, en medio de la brutal carnicería de hombres y bestias, recargaron sus armas y se dispusieron a esperar de nuevo. Una oleada más.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Gaviotas blancas

Por fin quietas. O así le pareció por un instante. Desde el último extremo del castillo de proa las contemplaba acercarse en la distancia. Gaviotas blancas con las alas inmóviles, extendidas al albur de los vientos. Dejándose llevar una y otra vez hasta su cabeza, escrutando su presencia con ojos redondos y oscuros.

Respiró hondo: había conseguido aquietar la mente, lograr la necesaria claridad de pensamiento. El tan temido momento de la verdad había llegado, pero ahora por fin sabía que pasara lo que pasara no dudaría en hacer lo correcto.

Sintió los centenares de ojos de su gente puestos sobre él, expectantes. Volviendo la vista, divisó las velas ya cercanas de la flota enemiga. Y al fin, dio la orden.


jueves, 17 de noviembre de 2011

Noche de güija

Finales del verano del año 1991. Una desgastada fortaleza en lo alto de la ciudad vieja de una plaza del África española. Calurosa noche, densa y oscura que anuncia quizás la primera tormenta de la temporada.

Esta noche pinta diferente en la Unidad de Tropa del Gobierno Militar. Se trata de una pequeña dependencia separada del resto del acuartelamiento que los fines de semana hace las funciones de discreto garito de juergas para una peculiar tropa de reemplazo, de disciplina muy relajada. Una singular guarnición compuesta por unos cuantos oficinistas con la titulación académica adecuada y otros muchos niños bonitos también con las adecuadas recomendaciones.

Hoy hay sesión de güija y costo en la oficina de escribientes. La vieja estancia cavernosa de ladrillo rojo está tenuemente iluminada por dos velas. La atmósfera está recargada por la densa humareda de la grifa, mezclándose con sudor rancio, café recalentado y el inevitable aroma a Zotal. Sobre una de las mesas de trabajo se ha pintado a lápiz una suerte de tablero improvisado para la ocasión. En el centro ya hay dispuesto un vaso de cristal boca abajo.

Seis chavales vestidos de verde se sientan expectantes alrededor de la güija. Habrían podido ser una buena muestra demográfica de la población del país: Álvaro, un madrileño de buena familia, descendiente directo de un renombrado político de la época de la Restauración; Renato, un legionario de San Lúcar de Barrameda, tan cuadrado como simplón; Josu, un vasco de Durango, espabilado, bajito y socarrón; Jacobo, un gallego tranquilo de mirada lánguida enamorado de Michelle Pfeiffer; Manu, un cabo alicantino tan flaco y nervioso como inteligente y el catalán que suscribe estas líneas, con veinte años menos y aún todo el pelo sobre la cabeza.

Jacobo se dispone a oficiar: "¡Callarse ya, carallo, que necesito concentración para captallos!" Se hace un silencio expectante entre la soldadesca. Pone el dedo índice de la mano derecha sobre el vaso. Sus ojos verdes brillan extrañamente a la luz termblorosa de las dos velas.
"Poned los vuestros ahora" - ordena. Obedecemos los demás. Instantes después Jacobo cierra los ojos y lanza al aire una pregunta con voz fuerte y profunda: "Espíritus ¿Estáis ahí? ¡Manifestaos!"

Como no puede ser de otro modo, el vaso empieza a desplazarse lentamente en dirección hacia la palabra SI, escrita a un lado de la mesa. Surgen las primeras risas nerviosas:

- Quiyo, esto ze mueve y yo no zoy... dice el legionario
- ¡Pues yo tampoco, ostias! - confirma el vasco
- Esto se pone interesante... - comenta excitado el madrileño pijo, haciéndome un guiño de complicidad.

Por mi parte, esta noche estoy decidido a dejarme llevar sin cuestionarme nada, embriagado como los demás por la euforia del excelente costo marroquí que compartimos con ejemplar camaradería.

Jacobo vuelve a preguntar al vacío, mirando fijamente al vaso: "¿Moriste aquí?" El vaso vuelve al centro del tablero, se detiene un instante y nuevamente se desplaza hasta colocarse en el centro de la palabra SI

"¿Moriste de muerte natural?" El vaso viaja ante nuestros ojos lentamente hacia el otro extremo de la mesa: NO

Un escalofrío recorrió nuestras espaldas. Nos miramos todos en silencio.

- ¡Venga, gallego, que nos estás liando, lo estás moviendo tu para acojonarnos!... - proclama en tono desabrido el cabo Manu.

Afuera ha empezado a llover.  Los cristales del único ventanal de la estancia empiezan a repiquetear. Un trueno lejano llega a nuestros oídos, resonando largamente antes de extinguirse.

Jacobo no se inmuta ante la acusación: 
- ¿Eso crees?
- Sí, y te digo que nos la estás pegando, he notado cómo lo empujas tu...
- Para nada, y te digo más, este es un espíritu muy fuerte.
-Y una mierda...
- Muy bien. Creo que vas ' flipar, chaval - responde Jacobo sin mover un solo músculo. Acto seguido, retira su dedo del vaso y vuelve a preguntar al vacío: "¿Eras soldado como nosotros?"

El vaso vuelve a moverse sin el dedo de Jacobo encima, incluso con más ligereza que antes: SI

Manu abre mucho los ojos y enmudece, acallado tanto por su propio desconcierto como por nuestras recriminaciones. Mientras, Jacobo prosigue con el interrogatorio: "¿Cuantos años tenías al morir?" El vaso pasa por encima del número 2 y del 3 y se detiene.

-Ohú, que mal royo... ¡yo tengo veintitré!, paso...- Renato retira su dedo y se estremece en su silla.

Otro trueno, más cercano esta vez, llega a nuestros oídos, haciendo vibrar los cristales del ventanal. Afuera parece haberse desatado un diluvio instantáneo. El rumor de la lluvia golpeando furiosa invade la estancia.

Imperturbable a todo, Jacobo prosigue: "¿Cuál es tu nombre?" el vaso permanece quieto unos instantes; al fín arranca y se dirige con nuestros dedos encima hacia la parte de la mesa con el alfabeto: A, N, T

"¿Te llamabas Antonio?" interrumpe Jacobo. El vaso se para durante un largo instante. Luego vuelve a ponerse en marcha y nos conduce hacia el SI.

Ahora la mirada de Jacobo ha cambiado, afilándose sobre el vaso. Su cuerpo se tensa y coloca las manos sobre la mesa, antes de decir: "Antonio, dinos quién te mató"

El vaso permanece inmóvil durante largos segundos. Nadie dice nada, nadie se mueve. El silencio entre nosotros es absoluto. Súbitamente el vaso arranca y se pasea por toda la mesa hasta el NO.

Un halo de decepción se extiende entre los presentes. Jacobo parece contrariado. Pero no se vaa rendir. Decide forzar la situación: "Antonio, si tienes algo que decirnos, hazlo, ¡manifiéstate!"

En ese preciso instante, una potente voz  irrumpe en la estancia: "¿¿Pero qué hacéis??" al tiempo que a nuestras espaldas emerge de las sombras una oscura figura encapuchada, chorreando agua.

El efecto es devastador: El legionario lanza un alarido descomunal y cae al suelo lanzándose hacia atrás desde la silla. Josu se mete debajo de la mesa y empieza a gemir. Manu salta de su silla y se esconde detrás de mi, haciéndose un ovillo. Álvaro empujado por Renato al caer, da un manotazo al vaso, que sale volando hasta estrellarse contra la pared, junto a Jacobo, que con los ojos abiertos como platos, mira al aparecido fijamente, mudo de terror.

Otra figura aparece detrás de la primera: "Joder, está cayendo la de Dios... ¿nos invitáis a un cafetito? ¿oye, qué pasa aquí con la luz?"


Entonces la primera figura, que tras abrir el impermeable mimetizado y descubrir su cabeza se ha convertido en el cabo de guardia Josemi, vuelve a hablar: "¿Pero vosotros estáis tontos o qué?"


miércoles, 16 de noviembre de 2011

Arreglos

“¡Muerto pero mío!” pensó con orgullo. No costó mucho convencer al viejo cascarrabias que había sido su último propietario. Contempló el ahora abollado guardabarros, los faros rotos, los agujeros en la chapa oxidada, la muda ruina mecánica en que se había convertido el antaño alegre motor, poderoso y rugiente.

Belleza marchita, pero nunca olvidada, como todo lo bueno y hermoso allí vivido. Como aquella primera vez en que la vio a través de esa ventanilla, deslumbrante. Fueron muchos los kilómetros compartidos en aquellos dos asientos. Demasiados como para no intentarlo. “Todo tiene arreglo”, se dijo. “Empezando por este coche”.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

El irresistible atractivo

Apuraban la tarde lluviosa ante dos tazas de intenso café. De pronto una duda se cruzó en la conversación de los dos viejos amigos: "¿Cómo alguien así puede fascinar a tantos?" Frente a frente, el mayor de ambos se lo confirmó al otro sin dudarlo. Lo había visto muchas veces: el poderoso, irresistible atractivo de aquellos que rompen las normas. Nunca eran gente normal, nunca dejaron indiferente a nadie. Empeñados en dejar su rastro profundo y oscuro, todos ellos supieron llegar hasta donde fue preciso.

La fascinación por los fuertes; había conocido mil historias complejas de manipulación, de seducción y de entreguismo. Soluciones de jugadores a doble o nada, eliminando la disensión, haciendo impensables otras alternativas a sus grandes verdades.

Perversas acomodaciones de la realidad a causas inconfesables. El fanatismo de la autocomplacencia como remedio de la virtud perdida. Febriles huidas hacia adelante. La extravagante búsqueda de espectros en los demás con los que olvidar las propias miserias. Complejos mil veces ocultos en lo más profundo de almas despechadas.

Y tras toda una larga vida de servicio a la ley, en el duro mundo que le había tocado conocer, los productos de ese irresistible atractivo siempre habían sido los mismos: mil veces los halló en medio de charcos oscuros detrás de puertas entreabiertas, o convertidos en deshechos en las calles de su ciudad. Y alguna vez también, supo que otros esperarán eternamente a ser descubiertos, ocultos quizás en algún recodo de alguna sombría cañada.

Fue una larga tarde de revelaciones y recuerdos. En la mesa quedaron atrás el sobado diario deportivo del día y dos tazas de café vacías. En la calle empezaba una larga y fría noche sin luna.


viernes, 4 de noviembre de 2011

Encontronazos

Hoy en día nos afanamos en medir y controlarlo todo. Nos es muy fácil, ahora que hemos aprendido a guardar en nuestros bolsillos todo el mundo conocido. Nos hemos acostumbrado a tener a nuestro alcance, dentro de pequeños trozos de metal y cristal, todo el conocimiento humano sobre todo lo que ha sido, es y será. Organizado, limpio. Perfecta y digitalmente clasificado.

Nos gusta cada vez más la posibilidad de poder llegar a saberlo todo. Nunca hemos estado más cerca de conseguirlo. Dar respuesta a todas las preguntas. Tener el control definitivo. Quizás por eso en nuestra ansia de conocer medimos y medimos sin cesar, y en este viaje frenético muchas veces no hacemos otra cosa que no entender lo más importante.

Así, deseando comprender el nivel de muerte y destrucción que provocaría el impacto de un gran asteroide contra la Tierra, investigadores de la Universidad de Princeton han desarrollado un nuevo modelo que simula con precisión las consecuencias de uno de estos colosales encontronazos cósmicos.

Sin embargo no sé si alguien se ha propuesto prever el impacto de otros cataclismos más sutiles. ¿Alguna vez modelizaremos la capacidad destructiva del olvido, del desprecio, de una traición, del desencuentro, de una pena enquistada o de un hondo rencor? ¿Controlaremos alguna vez el daño potencial de todas esas devastaciones singulares?

Quizás ahora sepamos dónde estamos en todo momento, pero puede que nunca logremos saber quienes somos realmente. Y por ello, tampoco seremos capaces de corregir la deriva de algunos graves errores de rumbo, esos que terminan por marcar vidas enteras.

Puede que sencillamente nuestra propia naturaleza sea lo bastante sabia para impedirnos conocer lo que es inevitable en nosotros. Y así de este modo podamos seguir asistiendo, ciegos e impotentes, a todos los impactos directos de todos los encontronazos que jalonarán nuestras vidas.