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No tuve tiempo de acostumbrarme al que fue mi primer destino como cartero. Finalmente, el viejo negociado de giro nacional cerró sus puertas. Como un barco fantasma, la gran sala apareció un día completamente vacía; desguazada de sus casilleros, mesas, banquetas, cascos, libretas y sobretodo de sus carteros. Pascual, así como el resto de veteranos tuvieron que solicitar otros destinos hacia los cuales marcharon de mejor o peor talante, dependiendo sobretodo de su antigüedad y por tanto, de su capacidad de elegir las plazas disponibles. Sin embargo, unos cuantos recién llegados quedamos fuera del proceso. El motivo (aún se me escapa a día de hoy) era de una lógica administrativa aplastante: Cero antigüedad equivalía a cero capacidad de elección de nuevo destino.
No tardé en asumir mi nuevo papel de comodín de la baraja postal de la Cartería de Barcelona.
Durante un tiempo fui reclutado para la aliviar la causa de la Sala de Clasificación, ubicada en la quinta planta de la oficina principal de Barcelona. El lugar estaba al límite de su capacidad operativa. Para alcanzar mi puesto debía sortear cada mañana un caótico laberinto de sacas, cubas, vagonetas, tolvas, paralelas y mesas. Un paisaje que variaba a diario, según la inspiración de la cuadrilla de ayudantes postales del turno anterior.
Mi primera jornada de clasificación de apartados empezó apaciblemente a las seis de la mañana. La tarea era rutinaria, mis nuevos compañeros, muy silenciosos. La mayoría llevaban calados sus auriculares y escuchaban música. Empezaba a clarear la mañana y con el día empezaron a llegar las primeras conducciones de correo. A través de las ventanas abiertas llegaba el sordo rumor de los vehículos y las carretillas elevadoras. De súbito un gran estruendo proveniente de la zona de carga y descarga se impuso a todo. A continuación un coro de voces, risas e improperios se alzó durante un buen rato. Nadie a mi alrededor se inmutó por lo sucedido.
Poco después, el silencio de la sala se rompió definitivamente; un gigantesco ayudante postal irrumpió a grito pelado, seguido por varios compañeros.
-¡Holaaaa, mamoneeees!
Uno de mis compañeros, sin apenas levantar la cabeza de su tarea, respondió al saludo:
-¡Culebras, mira que eres cabrón!
-¡Chúpamela!
El montacargas de la sala arrancó con estrépito; poco después nuevas sacas de correo empezaron a volar con brío hacia las vagonetas. El Culebras era uno de los ayudantes del turno de la mañana. Enormemente alto, grueso y muy tosco, vestía siempre un desgastado uniforme gris con la chaquetilla desabrochada, hecha prácticamente jirones. Una grasienta camiseta cubría su barriga cervecera. De edad indefinida, una abundante mata de pelo gris cubría su cráneo cuadrado. Una vieja cicatriz cruzaba en vertical su rostro abotargado, desde la sien izquierda hasta la mandíbula. Calzaba unas enormes botazas, brutalmente martirizadas por la falta de cuidados y el uso intensivo.
No pude reprimir mi curiosidad y queriendo saber más, acabé preguntando al compañero que había respondido antes al saludo del Culebras.
-¿Pero quién es este tío, y por qué lo llamáis así?
-¿No conoces al Culebras? Vaya, tu eres muy nuevo... No, no lo llamamos, se llama así. Antonio Culebras. No te preocupes, tiene un humor muy suyo, pero no es peligroso. Ya lo irás viendo... Si te dice algo, tu tranquilo. Respóndele en el mismo plan.
Seguramente el Culebras era uno de los tipos más peculiares de toda la plantilla de Correos de Barcelona, pero también uno de los más eficaces en lo suyo. Sus manazas removían y manejaban con asombrosa rapidez enormes sacas llenas de correspondencia. Cargaba y descargaba camiones, cubetas y montacargas. Una y otra vez, incansablemente. Observé que nadie le daba órdenes, por lo que aparentemente parecía actuar por su cuenta, como si de una fuerza desatada de la naturaleza se tratase.
Periódicamente, y coincidiendo siempre con las salidas del Culebras a la zona de carga, se producían esos sonoros estampidos. Su risa ronca, sencilla y brutal resonaba abajo después.
Se contaba como cosa cierta que hace muchos años, justo después de morir Franco, tuvo una seria trifulca con cierto jefecillo con ínfulas, vinculado a los Sindicatos Verticales. La cosa acabó a cuchilladas, como evidenciaba su cara. Otros dicen que también encajó un tiro, pero que en cualquier caso, el otro anduvo muy cerca de no contarlo.
No llegamos a cruzar una palabra durante mi paso por la Sala de Clasificación. Muy de vez en cuando, el Culebras se plantaba ante el Jefe de sala y con los brazos en jarras murmuraba algo parecido a un comentario. En aquellas raras ocasiones el jefe siempre se limitaba a asentir brevemente. "Bien, Culebras. Como tú lo veas".
Un día, bajando al desayuno, descubrí el origen de los misteriosos petardazos. Vi al Culebras deslizándose tras las ruedas de un camión en plena marcha atrás, para colocar una botella grande de dos litros, llena agua. Instantes después, la botella reventaba en un ensordecedor estampido. El camión se detuvo en seco y su conductor, alarmado, asomó la cabella por la ventanilla. El Culebras se acercó con rostro desencajado a la cabina: "¡Tío, has pinchado la rueda, pedazo de reventón!"
Cuando el compañero hubo bajado sólo para descubrir el engaño, el Culebras y su cuadrilla estallaron una vez más en mofas y risotadas, seguramente con las mismas ganas de la primera vez.
No se yo .... como que da un poco de no se que .... continuará ....
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