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Aquel día amaneció con lluvia en Barcelona. Como le sucede a muchos de mis compañeros carteros, desde aquellos primeros días en la moto, no puedo evitar ver llover y sentir una leve desazón. Quizá porque en esos días emergemos de la rutina y caemos en la cuenta de nuestra vulnerabilidad, y de que en realidad, cualquier día pudiera marcar todos los siguientes de nuestras vidas.
Las goma de nuestras botas de carteros empapados chirriaban en el linóleo gastado de la sala. Los gruesos impermeables azul oscuro brillaban bajo los fluorescentes. Mi casco amarillo había escurrido un charco de agua sobre la mesa de clasificación, mojando el lomo de la libreta de entregas. Por los grandes y sucios ventanales del negociado discurrían negros goterones verticales.
¿Tenía que ser ese día precisamente? Avisado por Miguel, estaba esperándolo en cualquier momento. Una sustanciosa entrega en la calle Dulcet. En el espacio central de la libranza reservado al mensaje particular se podía leer "ALQUILER PISO". El importe del giro superaba las 50.000 pesetas, lo cual me facultaba a su porte en cheque postal nominativo, pero tomé nota del consejo de Pascual y de Miguel, que habían sido muy claros al respecto: "Llévaselo en efectivo, la mujer está mayor y además, deja buena propina" En cualquier caso, yo esperaba obtener algo muy distinto.
La quinta entrega de la mañana me dejó ante un bloque de viviendas típico del mejor barrio burgués de la ciudad; rancio portal señorial, pero desprovisto de alardes. Arrastré la lluvia de la calle a través de la moqueta y la escaleras de mármol para entrar en una vieja y lustrosa joya; uno de aquellos estrechos ascensores en madera oscura y hierro forjado. Encima de la botonera de latón dorado, un pequeño letrero de metal blanco advertía marcialmente del uso prioritario de aquel ascensor en favor de los Caballeros Mutilados de la División Azul. Por si tenía alguna duda.
Una mujer mayor, perfectamente peinada, maquillada y vestida, aparentemente lista para salir a la calle, abrió la puerta.
- ¿Elisenda Martí de Gordejuela?
- La misma. Dígame, ¿qué desea?
- Tiene un giro postal.
- ¿Dónde está el cartero de siempre?
- Miguel se ha jubilado, ¿no lo sabía?
- No ¿Vendrá usted a partir de ahora? - La viuda del soldado me miró fijamente, aquilatando la diferencia.
- Sí señora.
- ¿En efectivo?
- Descuide usted...
- Bien, se lo agradezco entonces.
Dándose por satisfecha, esbozó una media sonrisa. Haciéndose a un lado, me hizo pasar al recibidor y cerró la puerta.
La vivienda se hallaba en una densa semipenumbra. El suelo enmoquetado en verde, las paredes con papel pintado en un desvaído bermellón. Un mueble recibidor de caoba dominaba el espacio. Sobre éste, un recargado reloj dorado marcaba las horas con suave cadencia mecánica.
La única luz llegaba de una puerta que se abría al fondo a la derecha. La decoración la completaban un marco colgado de la pared del fondo y dos fotografías enmarcadas sobre el recibidor, una a cada lado del reloj. En una de ellas aparecía nuevamente un soldado de uniforme pardo, en la habitual fotografía de medio cuerpo del campamento de Grafenwörth. En la otra, mucho menos impostada, se veia un grupo de cinco hombres en uniforme blanco invernal, delante de unas modestas cabañas de madera. Escrito a mano, se leía "Krasny Bor, 1943".
Junto al mueble recibidor, la viuda me observaba en silencio, con su documentación en la mano. Sin saber aún si hallaría el modo de abordar la cuestión, me dispuse a realizar el abono del giro a su destinatario. Tras la identificación y firma preceptiva, me dispuse a contar el efectivo ante los ojos de la mujer.
- Si quiere, puede contarlo mejor a la luz, vamos - Dijo señalándome en dirección a la pared del fondo
Al acercarme, reparé en el marco que colgaba en la pared iluminada por la luz de la habitación contigua. Se trataba en realidad de una pequeña vitrina que contenía dos condecoraciones militares. Sin poder evitar mi curiosidad, me detuve ante la vitrina: Una de las medallas era pequeña y redonda. Alcancé a leer las palabras "sufrimientos por la patria". La otra, sin duda alguna, era alemana: Una Cruz de Hierro de 2ª clase.
La mujer me estaba observando, expectante. Había seguido con sumo interés mi escrutinio de la vitrina. Conté el dinero y se lo entregué. Entonces, decidí intentarlo:
- ¿Son de su marido?
- Por supuesto, claro que sí. ¿Sabe lo que son?- dijo ella con un evidente deje de orgullo en la voz.
- Perfectamente, señora.
- ¿Está seguro? - El tono de su voz se había tornado displicente.
- Señora, en mi zona de reparto hay otra persona con un familiar veterano de la División Azul.
El rostro de la mujer aparentaba impasibilidad, pero sus ojos negros delataban otra cosa. Después, apartó la vista de mí y durante unos segundos su mirada se perdió hacia el infinito.
- Vaya, para ser nuevo aquí le veo bien informado. Dígame ¿Qué tal está ella?
- Entiendo que se conocen...
- Eso tú ya lo sabes - Dijo ella tuteándome y clavándome una dura mirada -
-¿Cómo sigue María José?
- Aparentemente bien.
- Ven, te voy a contar yo también algo, algo que ella seguro que no puede.
Me condujo de nuevo hasta el recibidor y tomó entre sus manos la fotografía de grupo, mostrándomela. Señaló a dos de los soldados. Uno de ellos llevaba sobre el hombro una gran ametralladora negra. Apoyaba su mano sobre el hombro de un compañero con ambas manos ocupadas en acarrear sendas cajas de munición.
- Éste era José Luis, a su lado está Paco. Eran amigos... En aquellos tiempos, mi José Luis siempre me hablaba bien de Paco en sus cartas. Fue poco después de esta foto cuando los rusos hicieron una escabechina... y lo cogieron preso. No me lo devolvieron hasta el 54.
- Y de Paco, ¿se supo algo?. Me dijeron que no volvió...
- ¿Te ha pedido ella que me lo preguntes? La pregunta me sorprendió, más si cabe por el insólito tono de ira contenida.
- No, era sólo curiosidad. En realidad ella no es quien me ha hablado de usted, sino mi compañero. Ella si algo desearía es encontrar alguna última carta, caso de que existiera...
- Una última carta... - La voz de la viuda se volvió de pronto seca y cortante - A mí él en el fondo nunca me dio buena espina, pero José Luis lo tenía como un hermano... aunque su padre y su tío eran sospechosos de ser rojos. Al acabar la Guerra Civil tuvieron problemas, así que decidieron mandar al chico para cortar por lo sano. Y además, qué mejor que hacerse amigo de alguien intachable, de buena familia... Pero claro, al final la cabra tira al monte.
Cuando volvió José Luis no quería hablar de Paco. Calló durante años. Pero un día al final no pudo más y me lo contó: Él lo vio. Cuando los rusos les atacaron, él se fue en sentido contrario, le abandonó. ¡Su gran amigo no era más que un desertor, un cobarde... y un rojo!
A continuación cayó un espeso silencio. El rostro de la viuda estaba encendido de ira. Comprendí que el tiempo no había pasado para ella. Que aquel lugar en el que me encontraba no era sino un asfixiante mausoleo lleno de rencor. Mi entrega y mi misión habían concluido.
- Entiendo, señora. No la molesto más. Buenos días- Dije volviéndome hacia la puerta.
- Espera, cartero. Te dejas la propina.
La vieja viuda separó uno de los billetes del montón que había dejado junto a las fotografías. Luego, abrió un cajón del mueble del recibidor y sacó una caja de la que extrajo un viejo sobre gris: una carta con más de cincuenta años. Me tendió ambos papeles.
- Y a pesar de todo, él me hizo prometer que se la daría si alguna vez me la pedía. Hoy cumplo con su deseo. Cartero, cumple con tu obligación: Entrega esta carta.
Las goma de nuestras botas de carteros empapados chirriaban en el linóleo gastado de la sala. Los gruesos impermeables azul oscuro brillaban bajo los fluorescentes. Mi casco amarillo había escurrido un charco de agua sobre la mesa de clasificación, mojando el lomo de la libreta de entregas. Por los grandes y sucios ventanales del negociado discurrían negros goterones verticales.
¿Tenía que ser ese día precisamente? Avisado por Miguel, estaba esperándolo en cualquier momento. Una sustanciosa entrega en la calle Dulcet. En el espacio central de la libranza reservado al mensaje particular se podía leer "ALQUILER PISO". El importe del giro superaba las 50.000 pesetas, lo cual me facultaba a su porte en cheque postal nominativo, pero tomé nota del consejo de Pascual y de Miguel, que habían sido muy claros al respecto: "Llévaselo en efectivo, la mujer está mayor y además, deja buena propina" En cualquier caso, yo esperaba obtener algo muy distinto.
La quinta entrega de la mañana me dejó ante un bloque de viviendas típico del mejor barrio burgués de la ciudad; rancio portal señorial, pero desprovisto de alardes. Arrastré la lluvia de la calle a través de la moqueta y la escaleras de mármol para entrar en una vieja y lustrosa joya; uno de aquellos estrechos ascensores en madera oscura y hierro forjado. Encima de la botonera de latón dorado, un pequeño letrero de metal blanco advertía marcialmente del uso prioritario de aquel ascensor en favor de los Caballeros Mutilados de la División Azul. Por si tenía alguna duda.
Una mujer mayor, perfectamente peinada, maquillada y vestida, aparentemente lista para salir a la calle, abrió la puerta.
- ¿Elisenda Martí de Gordejuela?
- La misma. Dígame, ¿qué desea?
- Tiene un giro postal.
- ¿Dónde está el cartero de siempre?
- Miguel se ha jubilado, ¿no lo sabía?
- No ¿Vendrá usted a partir de ahora? - La viuda del soldado me miró fijamente, aquilatando la diferencia.
- Sí señora.
- ¿En efectivo?
- Descuide usted...
- Bien, se lo agradezco entonces.
Dándose por satisfecha, esbozó una media sonrisa. Haciéndose a un lado, me hizo pasar al recibidor y cerró la puerta.
La vivienda se hallaba en una densa semipenumbra. El suelo enmoquetado en verde, las paredes con papel pintado en un desvaído bermellón. Un mueble recibidor de caoba dominaba el espacio. Sobre éste, un recargado reloj dorado marcaba las horas con suave cadencia mecánica.
La única luz llegaba de una puerta que se abría al fondo a la derecha. La decoración la completaban un marco colgado de la pared del fondo y dos fotografías enmarcadas sobre el recibidor, una a cada lado del reloj. En una de ellas aparecía nuevamente un soldado de uniforme pardo, en la habitual fotografía de medio cuerpo del campamento de Grafenwörth. En la otra, mucho menos impostada, se veia un grupo de cinco hombres en uniforme blanco invernal, delante de unas modestas cabañas de madera. Escrito a mano, se leía "Krasny Bor, 1943".
Junto al mueble recibidor, la viuda me observaba en silencio, con su documentación en la mano. Sin saber aún si hallaría el modo de abordar la cuestión, me dispuse a realizar el abono del giro a su destinatario. Tras la identificación y firma preceptiva, me dispuse a contar el efectivo ante los ojos de la mujer.
- Si quiere, puede contarlo mejor a la luz, vamos - Dijo señalándome en dirección a la pared del fondo
Al acercarme, reparé en el marco que colgaba en la pared iluminada por la luz de la habitación contigua. Se trataba en realidad de una pequeña vitrina que contenía dos condecoraciones militares. Sin poder evitar mi curiosidad, me detuve ante la vitrina: Una de las medallas era pequeña y redonda. Alcancé a leer las palabras "sufrimientos por la patria". La otra, sin duda alguna, era alemana: Una Cruz de Hierro de 2ª clase.
La mujer me estaba observando, expectante. Había seguido con sumo interés mi escrutinio de la vitrina. Conté el dinero y se lo entregué. Entonces, decidí intentarlo:
- ¿Son de su marido?
- Por supuesto, claro que sí. ¿Sabe lo que son?- dijo ella con un evidente deje de orgullo en la voz.
- Perfectamente, señora.
- ¿Está seguro? - El tono de su voz se había tornado displicente.
- Señora, en mi zona de reparto hay otra persona con un familiar veterano de la División Azul.
El rostro de la mujer aparentaba impasibilidad, pero sus ojos negros delataban otra cosa. Después, apartó la vista de mí y durante unos segundos su mirada se perdió hacia el infinito.
- Vaya, para ser nuevo aquí le veo bien informado. Dígame ¿Qué tal está ella?
- Entiendo que se conocen...
- Eso tú ya lo sabes - Dijo ella tuteándome y clavándome una dura mirada -
-¿Cómo sigue María José?
- Aparentemente bien.
- Ven, te voy a contar yo también algo, algo que ella seguro que no puede.
Me condujo de nuevo hasta el recibidor y tomó entre sus manos la fotografía de grupo, mostrándomela. Señaló a dos de los soldados. Uno de ellos llevaba sobre el hombro una gran ametralladora negra. Apoyaba su mano sobre el hombro de un compañero con ambas manos ocupadas en acarrear sendas cajas de munición.
- Éste era José Luis, a su lado está Paco. Eran amigos... En aquellos tiempos, mi José Luis siempre me hablaba bien de Paco en sus cartas. Fue poco después de esta foto cuando los rusos hicieron una escabechina... y lo cogieron preso. No me lo devolvieron hasta el 54.
- Y de Paco, ¿se supo algo?. Me dijeron que no volvió...
- ¿Te ha pedido ella que me lo preguntes? La pregunta me sorprendió, más si cabe por el insólito tono de ira contenida.
- No, era sólo curiosidad. En realidad ella no es quien me ha hablado de usted, sino mi compañero. Ella si algo desearía es encontrar alguna última carta, caso de que existiera...
- Una última carta... - La voz de la viuda se volvió de pronto seca y cortante - A mí él en el fondo nunca me dio buena espina, pero José Luis lo tenía como un hermano... aunque su padre y su tío eran sospechosos de ser rojos. Al acabar la Guerra Civil tuvieron problemas, así que decidieron mandar al chico para cortar por lo sano. Y además, qué mejor que hacerse amigo de alguien intachable, de buena familia... Pero claro, al final la cabra tira al monte.
Cuando volvió José Luis no quería hablar de Paco. Calló durante años. Pero un día al final no pudo más y me lo contó: Él lo vio. Cuando los rusos les atacaron, él se fue en sentido contrario, le abandonó. ¡Su gran amigo no era más que un desertor, un cobarde... y un rojo!
A continuación cayó un espeso silencio. El rostro de la viuda estaba encendido de ira. Comprendí que el tiempo no había pasado para ella. Que aquel lugar en el que me encontraba no era sino un asfixiante mausoleo lleno de rencor. Mi entrega y mi misión habían concluido.
- Entiendo, señora. No la molesto más. Buenos días- Dije volviéndome hacia la puerta.
- Espera, cartero. Te dejas la propina.
La vieja viuda separó uno de los billetes del montón que había dejado junto a las fotografías. Luego, abrió un cajón del mueble del recibidor y sacó una caja de la que extrajo un viejo sobre gris: una carta con más de cincuenta años. Me tendió ambos papeles.
- Y a pesar de todo, él me hizo prometer que se la daría si alguna vez me la pedía. Hoy cumplo con su deseo. Cartero, cumple con tu obligación: Entrega esta carta.
Es la "Historia de España" conviene que no olvidemos y que comprendamos que este país no siempre ha sido como es ahora, a lo mejor eso nos ayuda a valorar lo que tenemos .... ¡guauuuu! como me gusta lo que cuentas y como lo cuentas.
ResponderEliminarLa Historia es un cúmulo de pequeñas historias. Nos hacen creer que los grandes hechos y personajes son los que dan valor al pasado y olvidamos lo que les ocurre a la gente de a pie.
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