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Se le iba a quedar grabado para siempre el blanco intenso de aquellos ojos, abiertos de par en par. Apenas recordaba cómo, pero lo cierto es que tenía a aquel tipejo firmemente sujeto por la pechera, arrinconado contra la estantería de su propio despacho. Antes, con un inmenso manotazo había desarbolado la imponente mesa de despacho, cogido la estilizada pantalla plateada de a veinticuatro pulgadas del Mac Pro y la había estampado contra la mini-nevera panelada en madera. El sonido del cristal astillado se había mezclado delicadamente con el del plástico de primera calidad al quebrarse. Un sordo fogonazo eléctrico había certificado la defunción del dispositivo. Acto seguido, desde la ventaja que le daba su posición elevada, lo había asido de la chaqueta negra de Zegna y tirando de él, lo había arrancado de su butaca haciéndolo pasar por encima de la mesa. Atrás y por toda la estancia habían quedado las RayBan graduadas, la Montblanc Meisterstück y uno de los gemelos redondos de serie limitada, exclusivo para los clientes VIP de BMW.
Por un largo instante lo contempló, justo en el centro de la visión de túnel rojo que su adrenalina había formado:
Él siempre había sido un empleado leal, educado y eficiente. Amable, comedido y razonable. Virtudes muy útiles para afrontar muchas pruebas de la vida laboral y personal. Siempre lejos de toda violencia física o verbal, en la creencia de que dos no discuten si uno no quiere. Apartado de ese clic que a veces todos sentimos cuando las circunstancias o las personas nos ponen en el disparadero.
Sin embargo, le había costado adaptarse a la soberbia de alguien que se creía superior, sólo en virtud de un puesto de mando y quien sabe qué oscuros complejos personales. Con esa particular clase de irritante suficiencia. Bajo aquella fachada sociable y desenvuelta había demasiada ironía, demasiados fuegos fatuos, demasiada jactancia, demasiados desplantes, demasiadas humillaciones. Demasiadas gotas en el vaso. Y aquel día por fin, de todas las gotas, la última.
Su mano derecha, rota, palpitaba con fuerza, cerrada en un puño alzado, apuntando directamente contra aquella cara desencajada, muda de pánico, desprovista por fin de toda altivez. Ahora estaban las cosas en su sitio. Clic.
el clic ... ahí nos llevan a veces sí ... y lo grandioso llega cuando lo escuchas y logras contenerte a tí mismo ...
ResponderEliminarUn abrazo
Berta
Ay¡ Lo importante que es saber cuando debes hacer clic y no te tiembla la mano..
ResponderEliminarUn beso!
Berta, Blanca: cuando salta ese clic, con razón o sin ella, no suele haber marcha atrás. El cuerpo lo pide, y en algunos casos es una liberación necesaria... o un horror.
ResponderEliminar¡Que bien definida la soberbia y el abuso de poder!
ResponderEliminarLo positivo de esas situaciones es que la persona humillada al extremo reaccina hace "Clic" y sale fortalecida ante cualquier abuson.
Saludos.
Muchas gracias, Flor del Azafrán.
ResponderEliminarPersonalmente, no soporto esa clase de abusos, me encienden especialmente...
Y encantado de compartirte como lectora con Don Paco gasolinero!
Muchas gracias Ricardo,
ResponderEliminarEste post toca un tema doloroso la verdad, y tú "le has dado la vuelta a la tortilla" nos quedamos hasta contentos al llegar al clic. no perderé tampoco de vista este Blog. saludos Flor :)
Flor, de nuevo gracias! Toda la razón: hay veces que si, que es una liberación y de justicia...
ResponderEliminarSoberbia, prepotencia, poder, impudicia, desigualdad, tiranía, abuso… un clic… descontrol, fin.
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