jueves, 22 de septiembre de 2011

El cambiazo

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Luz de media tarde entrando por los ventanales del aula. Tarde de examen de verbos griegos. Ante nosotros estaba mosén Balasch, capellán y helenista, viejo profesor veterano y tranquilo, auténtico pozo de sabiduría clásica. Lo recuerdo perfectamente en su continente físico contrahecho y ya desgastado, pero conservando en sus brillantes ojos miopes el entusiasmo del saber y la pasión por transmitir todo ese conocimiento. Lo conocimos veinticinco años antes de su muerte, siendo un hombre afable, de retranca sutil, sereno y absolutamente despreocupado por las cuestiones accesorias del mundo.

El mosén era un profesor muy distinto al resto de sus colegas más jóvenes. Muchos de ellos eran auténticos águilas de su territorio, siempre vigilantes y a la caza de cualquiera que osase tirar de chuleta. Sin embargo, a él no le importó decirnos exactamente el contenido de aquel examen, puesto que lo único que le importaba era investigar y difundir su saber, y no detenerse sino lo imprescindible en lo que no eran sino detalles superficiales en los que perder su tiempo que ya sabía escaso.

Durante sus clases de lengua y cultura griegas no tardamos en descubrir anexos inesperados:  las traducciones de Rilke, las vidas y obras comentadas de los autores clásicos griegos, y parte de la biografía de su admirado helenista Carles Riba, empresa que por aquellos años estaba concluyendo. Todas estas tareas eran sin duda mucho más enriquecedoras que la evaluación obligatoria de sus alumnos por medio de tediosos exámenes de gramática griega.

Ni que decir tiene que mi amigo y yo coincidíamos plenamente en tales apreciaciones, pero por motivos bien distintos. De este modo, y una edad en la que éramos pura hormona desbocada y adicción a la adrenalina, a nuestros ojos el viejo y sabio profesor se convirtió en la constatación de una posibilidad nunca antes soñada: ejecutar un auténtico y genuino cambiazo y triunfar de pleno con un resplandeciente diez en la asignatura de Primero de Lengua Griega.

Nuestra posición en el aula para llevar acabo la operación no era de las más propicias, dado que ocupábamos el primer lugar en la fila de la derecha, de un total de tres hileras de pupitres dobles. No obstante, decidimos hacer bueno el viejo adagio latino: "Fortuna audaces iuvat"

Al poco de iniciada la prueba, con un movimiento preciso, percibí a mi lado como mi colega de pupitre ejecutaba la maniobra pactada. Debo decir que mi amigo desde siempre había apuntado inequívocas maneras y una destreza especial en este campo, quizás por ello con el tiempo se convertiría en un eficaz servidor de la ley, pues siempre contó con la valentía y arrojo necesarios, amén de un poderoso instinto para ponerse en el lugar de una mente delictiva. Por mi parte, llegada la hora de la verdad, me hallaba absolutamente bloqueado, inmerso en un mar de indecisiones. No tardé en sentir su mirada. Poco después, escuché de su voz bajísima una orden perentoria: "¡¡Vengaaaa!!"

A mi izquierda, sobre la tarima de madera el viejo profesor seguía sentado, absorto repasando plácidamente la Iliada. Su figura encorvada y rechoncha se recortaba a contraluz contra la ventana. A mi derecha, mi amigo empezaba a desesperarse: "¿Pero qué te pasa? vamos, ¡¡HAZLO YA!!"

Decidí que no sería capaz, que prefería suspender antes que pasar por la humillación de ser descubierto, pues estaba convencido de que algo tan flagrante como dar un cambiazo, automáticamente forzaría a levantar los ojos de su lectura al buen profesor, quien vendría directamente hacia mí, descubriría en el acto todo el apaño y solemnemente me declararía suspendido ad aeternum ante todos mis compañeros por tan deleznable proceder...

Andaba yo visualizando las consecuencias de mi negro futuro y aún más allá cuando mi amigo arrancó la hoja en blanco que se hallaba sobre mi mesa con una mano; y echando mano al cajón del pupitre con la otra, plantó con un golpe seco ante mis ojos la hoja con el examen completo. Una oleada de horror e incredulidad me paralizó. Con la cabeza gacha, durante unos agónicos segundos esperé oír los pasos del profesor viniendo hacia mí, pero nada ocurrió. El viejo mosén siguió leyendo con fruición a Homero en su lengua original, y ambos amigos realizamos el que lógicamente sería el mejor examen de toda nuestra vida académica.

No puedo responder por mi amigo, pero ese fue el primer y único cambiazo que ejecuté en toda mi vida. De los cambiazos de otra índole que la vida nos tenía reservados quizás hablaré otro día.


Dedicado a @Laeme, de quien espero su comprensión e indulgencia



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