jueves, 3 de marzo de 2011

La espera

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Lentamente Ahmed levantó la cabeza por encima del muro. Sus ojos escrutaron afanosamente entre el maremágnum de edificios, al otro lado de la plaza desierta. Por su último movimiento, probablemente llegó a localizarlo. Cuando oyeron el disparo, él ya estaba de nuevo al pie del muro junto a ellos, pero con media cabeza menos. Yussuf lo sintió mucho por el chico, le había empezado a caer bien, pero era demasiado joven e inexperto, y no había sabido esperar.

Siempre fue consciente de su fortuna, de haber podido disfrutar desde tan joven de esa burbuja de relativa comodidad, siendo nativo de un país tan poco agraciado por el clima y sus dirigentes, pero con tanto gas y tanto petróleo. Había esperado su oportunidad y la había aprovechado con avidez. Toda su familia dependía de sus ingresos como técnico informático en la petroquímica. En aquel mundo de análisis estadísticos, hojas de cálculo e informes de explotación también entró en contacto con otra parte de la realidad. Al otro lado de la pantalla de su ordenador se abría todo un mundo que sus dirigentes se empeñaban en ocultar. Con la pasión de su juventud se lanzó al descubrimiento de la verdad y de su propia conciencia.

Pronto comprendió la verdadera dimensión del engaño, aunque en realidad se daba cuenta todos los días cuando dejaba aquel reducto de pulcritud y claridad que era la oficina de sus patronos europeos para volver a los suburbios de la capital. Todos le habían enseñado a esperar, a callar, a aceptar la voz del líder indómito, eternamente en el poder, aparentemente incombustible. Sólo cuando sus hermanos de Túnez y Egipto decidieron que ya no podían esperar nada bueno, él y muchos otros como él comprendieron que la espera había terminado por fin. Y salieron a la calle, solo para encontrarse con esos largos y delgados cañones que ya no apuntaban al cielo en busca de demonios invasores, sino vueltos contra ellos. La imagen de tantos amigos y vecinos despedazados aquel día le acompañaría siempre. La espera había terminado.

Yussuf nunca había tenido en las manos un Dragunov. Hasta hace menos de un mes no habría podido dar razones de qué cosa era. Ahora prácticamente formaba parte de su cuerpo, convertido en una extensión más de su ser,  acompañándolo a todas partes en aquella locura. Había cambiado la amable sofisticación de la tecnología occidental que tanto admiraba, por la brutal eficacia del práctico, fiable armamento de la era soviética.

Todo el grupo lo estaba mirando ahora, sabía que otra vez le tocaba a él despejar el camino con su espigado fusil de francotirador. Había aprendido a temer y odiar a sus colegas del otro lado, profesionales de la mira telescópica, pero más aún odiaba esas baterías antiaéreas; odiaba a quienes se encontraban tras ellas, odiaba su inconfundible forma, su enorme cadencia de tiro, y por encima de todo, aborrecía los atroces efectos de la munición explosiva de 23mm sobre la carne humana.

Los suburbios de Trípoli eran el hogar de todos ellos. Era un territorio conocido, familiar pero hostil al mismo tiempo. Habían llegado muy lejos, pero a esas alturas era evidente que nadie, desde aquella parte del mundo a la que aspiraban parecerse, les iba a ayudar. Aún así, querían ser mejores de lo que eran, aunque quizás después de todo aquello, ya no tuvieran claros sus referentes. De lo que no cabía duda era de que ya no había margen para la espera. Los terribles, crueles mercenarios habían desaparecido ya. Sólo quedaban enfrente los más fanáticos, los realmente desesperados. Por ello eran los más imprevisibles, los más peligrosos.

La muerte de Ahmed no había sido del todo inútil; Yussuf se había hecho una idea clara por fin. La intuición y el instinto deberían hacer el resto. Se arrastró pegado al muro, manteniendo la desenfilada y entró en el bloque contiguo. Ya en la azotea, reptó muy lentamente hasta alcanzar un posible ángulo de tiro sobre el área sospechada. El potente visor del Dragunov penetró a través de la densa atmósfera plomiza de la ciudad en guerra. Pacientemente rastreó todas y cada una de las ventanas y azoteas de los edificios dentro de los 1.300 metros de alcance máximo del arma. Enseguida localizó un par de ubicaciones probables. Ahora tocaba hacer lo que siempre se le había dado tan bien a su pueblo, esperar.

No fue necesario mucho tiempo. Ahí abajo en las calles había rabia e inexperiencia acumulada de sobra. Otros grupos avanzaban hacia el palacio por aquel sector. Dos breves destellos emergieron del primer punto controlado. Yussuf lo centró rápidamente en el visor y esperó, nuevamente. El tercer disparo prácticamente se solapó con el suyo. Acertó. Se aseguró con dos disparos más. Desde la azotea, avisó a su gente de que el paso estaba libre de nuevo. Atenuado por la distancia, llegó a sus oídos el crepitar de una nueva batería antiaérea. Yussuf se apresuró, ya no había tiempo que perder.


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