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Una vez más, el abuelo abrió la portezuela de la gran caldera plateada y echó varios baldes de carbón y un par de buenos leños de pino. Con el atizador, removió acomodando el nuevo material entre las brasas incandescentes. Profundo rumor del fuego vivo. Algunas pavesas se elevaron por un momento antes de extinguirse. Una última comprobación a la columna de mercurio sobre el frontal de la caldera. El frío de Soria es seco, duro y cortante. No tiene en absoluto nada que ver con la suavidad del invierno mediterráneo de Barcelona. Aquel año tocaron vacaciones de invierno en Almazán, nada habituales. Todo era radicalmente distinto a los luminosos días de veraneo. Afuera la nieve impedía sacar la bici, el día terminaba pronto y el frío entumecía caras y manos en pocos minutos.
La cochera, antes espacio agradable de juegos y amenas tardes de productivas exploraciones, ahora era un lugar frío y oscuro. Aún así, él bajaba siempre a ver recargar la caldera a su abuelo. Luego le gustaba remover el balde dentro del gran cubo metálico del carbón, coger un trozo con la mano, mancharse los dedos, oler la leña y observar la columna gris de mercurio ascender rápidamente.
Subieron de nuevo al cálido recogimiento del confortable comedor. Su abuela leía como siempre la sección de sucesos del ABC, sentada a la mesa bajo la luz de la lámpara de tres globos. Su abuelo volvió a su sillón y encendió el transistor. El niño se acercó a su abuela.
- Abuela, mira lo que he encontrado, ¿me lo puedo quedar?
- ¿Dónde has encontrado este billete?
- En un cajón, por ahí...
La mujer dejó el periódico contempló con detenimiento el pequeño trozo de papel.
- Dámaso, mira lo que ha encontrado este zascandil... ¡un billete de cuando los italianos!
Esa noche, aquel niño conoció la historia del Mercantil, la mejor casa de comidas de la plaza del pueblo. Supo de una joven pareja que entonces la regentaba, de una guerra, de camiones cargados con pobre gente que ya no volvería más, de muchos hombres venidos de lejos, de aparatos de radio Telefunken en manos de alemanes serios y adustos, y supo también de un tembloroso soldado italiano que, tras la batalla de Guadalajara, pidió con voz queda un vasito de anís a su abuela.
Q maravillas pueden venir a la memoria un pedacito de papel,una moneda (el tiempo detenido en la historia)... un recuerdo ( o miles) gracias
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Beth. Esa es la razón de porqué sentimos apego por algunas cosas, ¿verdad?
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