El ujier le indicó que debía esperar unos instantes, en la sala de espera anexa al despacho del presidente. Aprovechó para contemplarse, satisfecho, en el gran, suntuoso espejo que presidía el lugar. Su imagen respondía a lo que se esperaba de alguien como él: su cara indumentaria no convencional de joven gurú tecnológico irreverente cohibía siempre a los abrumados presidentes grises, embutidos en sus trajes de idéntico color.
Ahí estaba. Sabía que era su momento, después de tantos años a la espera. Habían sido muchos los palos tocados, mucho el humo vendido, de mil y una maneras. Su instinto de oportunista curtido le había enseñado a detectar el miedo del desconcierto en sus presas. Y ahora sabía que había mucho de ambas cosas. Lo podía oler tras aquella gran puerta de caoba frente a él.
Pronto entraría en otra sala espaciosa de juntas, se sentaría en otra butaca negra y el seductor canto de las sirenas tecnológicas volvería a empezar. En pocas horas todo habría concluido de la única forma posible: el asentimiento del presidente y la entrega de la junta en pleno, cegados por el humo y la miel de unas imposibles promesas de salvación.