Llevaba ya un mes largo de noches sin apenas dormir, intentando encontrar una solución. Sabía que no iba a ser fácil detener el curso de las cosas, que no hacían sino empeorar.
Todo había empezado de la noche a la mañana, y como tantas conflagraciones, sin aviso ni declaración. Primero fue una rueda pinchada, después un largo y rabioso rallazo en el capó, más tarde las dos ruedas de un lado, y vuelta a empezar de nuevo...
Se había dado cuenta que aquello se había convertido era una lucha de voluntades, contra un enemigo invisible y sañudo. Vigilante e implacable. Después de infinitas noches de cábalas había acotado una lista de los posibles candidatos y sus posibles motivos. Tarea inútil, pues no tenía nada sino sus propias conjeturas a partir de vagos indicios, quizás el recuerdo de algún mal gesto, o viejos dimes y diretes.
Lo peor de desconocer una parte de un problema es que los huecos los acabamos rellenando con nuestras propias paranoias y obsesiones. Y una vez están ahí, si no se actúa pronto, arraigan y crecen hasta cegar nuestro entendimiento, cerrándonos las puertas de la lógica y abriéndoselas de par en par a las vísceras. A punto había estado de caer en el influjo de la bilis el día en el que alguien trastocó sus planes de fin de semana entre la grúa y el taller para reparar el penúltimo sabotaje.
Después de aquello, fueron muchos los días de obsesión que le llevaron a buscar siempre el mejor sitio para aparcar, el más adecuado desde el que poder controlar en la medida de lo posible su viejo y doliente R-5. Por aquel entonces vivía en un luminoso piso totalmente exterior, orientado a un concurrido cruce de calles. Muchos fueron los momentos en los que hallándose ocupado en cualquier actividad un pálpito le impulsaba precipitadamente hacia la ventana del dormitorio, de la cocina, o del comedor, con la esperanza de atrapar con las manos en la masa a su misterioso y cordial enemigo. Siempre en vano.
Sin embago, algunas veces lo mejor que nos puede pasar es que nos pongan contra la pared, que no haya más que una salida. Fue entonces cuando lo vio: decidió que tendría paciencia, opondría toda la que fuera necesaria para pasar de presa a cazador.
No tardó en llegar una nueva fechoría, en forma de largo rayazo en el lateral del viejo Renault. Pero esa vez la pudo ver llegar con paso firme, bajo la luz grisácea del amanecer. El capazo de la compra colgando de un brazo y en la otra mano un manojo de llaves, que aplicó con destreza y saña indisimulada contra el coche al pasar. Todo había quedado inmortalizado gracias a la bendita e imperfecta tecnología analógica de las cintas VHS, en una que por azar le había brindado unos metros más de cinta, otorgándole unos preciosos instantes por encima del tiempo máximo. Amargo retrato de rencor absurdo y bilis.
No hubo necesidad de llegar a mayores. Le bastó un cheque en la puerta de los juzgados por los daños y perjuicios, pero muy especialmente, el nítido recuerdo de un viejo rostro rabioso, aturdido y confuso. Incapaz sostener su mirada tranquila y pacífica.