Lo cierto es que le he tomado costumbre a estas vistas, a éste mi nuevo estado.
No creo que sea cosa del paisaje precisamente, los conozco mejores, no muy lejos de aquí. Tampoco el banco de piedra sobre el que paso las horas es de lo mejor. La humedad y la sal suben por la piedra pulida, invadiendo todo mi cuerpo, pretendiendo hacerme parte de él.
Pero nada de esto me importa, porque sé que estoy a punto de asistir a algo importante. Lo siento en cada embate de la marejada contra las viejas piedras que se alzan frente a mi.
A estos acantilados y este mar los recuerdo de toda la vida. Podría describir cada recodo, cada una de sus aristas cortantes, cada grieta y cada lapa que los habitan. También conozco este mar de aguas frías, los golpes de sus olas, largos, profundos, duros. Ambos me acogieron en retos de juventud, en lo más cálido de algunos veranos. Pero de un tiempo a esta parte me he dado cuenta de que nada en ellos es como antes.
Las paredes de espuma no ascienden igual tras el estampido de la ola furiosa, no suena como antes la roca desgajada al caer, ni reconozco el vaivén verde y azul de las mareas, todo está cambiando...
O puede que no sea sino que yo los he comprendido al fin, mientras poco a poco me fundo en la piedra de este banco, contemplando el paisaje a la orilla de éste, mi océano.