martes, 29 de marzo de 2011

Un bicchierino d'anice

Una vez más, el abuelo abrió la portezuela de la gran caldera plateada y echó varios baldes de carbón y un par de buenos leños de pino. Con el atizador, removió acomodando el nuevo material entre las brasas incandescentes. Profundo rumor del fuego vivo. Algunas pavesas se elevaron por un momento antes de extinguirse. Una última comprobación a la columna de mercurio sobre el frontal de la caldera.

 El frío de Soria es seco, duro y cortante. No tiene en absoluto nada que ver con la suavidad del invierno mediterráneo de Barcelona. Aquel año tocaron vacaciones de invierno en Almazán, nada habituales. Todo era radicalmente distinto a los luminosos días de veraneo. Afuera la nieve impedía sacar la bici, el día terminaba pronto y el frío entumecía caras y manos en pocos minutos.

La cochera, antes espacio agradable de juegos y amenas tardes de productivas exploraciones, ahora era un lugar frío y oscuro. Aún así, él bajaba siempre a ver recargar la caldera a su abuelo. Luego le gustaba remover el balde dentro del gran cubo metálico del carbón, coger un trozo con la mano, mancharse los dedos, oler la leña y observar la columna gris de mercurio ascender rápidamente.

Subieron de nuevo al cálido recogimiento del confortable comedor. Su abuela leía como siempre la sección de sucesos del ABC, sentada a la mesa bajo la luz de la lámpara de tres globos. Su abuelo volvió a su sillón y encendió el transistor. El niño se acercó a su abuela.

- Abuela, mira lo que he encontrado, ¿me lo puedo quedar?
- ¿Dónde has encontrado este billete?
- En un cajón, por ahí...

La mujer dejó el periódico contempló con detenimiento el pequeño trozo de papel.

- Dámaso, mira lo que ha encontrado este zascandil... ¡un billete de cuando los italianos!

Esa noche, aquel niño conoció la historia del Mercantil, la mejor casa de comidas de la plaza del pueblo. Supo de una joven pareja que entonces la regentaba, de una guerra, de camiones cargados con pobre gente que ya no volvería más, de muchos hombres venidos de lejos, de aparatos de radio Telefunken en manos de alemanes serios y adustos, y supo también de un tembloroso soldado italiano que, tras la batalla de Guadalajara, pidió con voz queda un vasito de anís a su abuela.

viernes, 25 de marzo de 2011

Tesoros a media tarde

Levantó sus ojos del libro. A esas horas imposible. A su derecha, en el otro sillón su abuelo roncaba suavemente, con la boca entreabierta. A su izquierda, las persianas verdes de estrechas tablillas apenas contenían el fulgor de agosto. Silencio, modorra estival en Almazán. Hora de explorar.

Se levantó con sigilo, la pierna aún escocía un poco, la costra roja de mercromina seguía tierna en su rodilla, el día anterior había vuelto a probar el suelo después de un derrape imprevisto, nada extraño por otra parte. Dejó atrás el comedor y salió al pasillo. El suelo de madera oscura crujió bajo sus wambas azules. Por su derecha llegaba la acompasada polifonía sonora de la siesta de sus padres. Ganó la escalera a su izquierda y bajó al frescor de la cochera.

Sus abuelos habían convertido la planta baja en un lugar fascinante a los ojos de un niño de doce años. Allí convivían en perfecta armonía el SEAT 131 blanco de su tío Emilio, las grandes cajas de arroz SOS con las que su abuelo complementaba el mes como agente comercial, una gran cama de hierro dorado y blando colchón de lana, un largo biombo de tela , un fregadero de piedra gris con su tabla de lavar, una gran tinaja de barro de fondo inescrutable, y unos viejos pero hermosos muebles de maderas olorosas.

Aquel día se decidió por la gran cómoda de madera clara. El dulce olor del sándalo se intensificó cuando abrió el primer cajón. Emergieron a la suave penumbra de la tarde viejas cartas escritas con tinta china, la foto de un joven vestido de quinto con la inconfundible barbilla recta de su abuelo, también la de una jovencita de sonrisa dulce y confiada, ya entonces con el mismo moño que siempre lucía su abuela.

En el siguiente cajón apareció una boina azul con una borla, que inmediatamente se caló hasta las cejas, y unos cuadernos grises en los que la letra infantil de su tío fechaba: "Formación del Espíritu Nacional, año 1954". Aquellas páginas captaron su atención; ahí se hablaba en un lenguaje extraño y rimbombante de batallas gloriosas, de honor, de sacrificios, pero también de héroes perfectos y terribles villanos. Los dejó sobre la mesa, luego seguiría con ellos.

Al sacar el último cuaderno, una moneda redonda y pequeña brilló en el fondo del cajón. El niño abrió mucho los ojos ante el fabuloso hallazgo: un medio dólar de plata de los Estados Unidos Mejicanos había vuelto a ver la luz del sol.


domingo, 20 de marzo de 2011

El verano interior

- ¿Donde está el abuelo?
- Mira a ver en el chamizo, majo

El niño cogió las galletas y el trozo de chocolate que le dio su abuela y bajó las escaleras negras con rapidez. Atravesando la cochera en fresca penumbra, salió a la cegadora luminosidad del mes de julio en Soria. Pasó entre sábanas tendidas. El recio, penetrante olor del jabón lagarto lo envolvió por un instante. Atravesó el corral de blancas paredes encaladas. A ambos lados, paredes cubiertas de frondosos rosales trepadores se extendían, esparciendo en todas direcciones el esplendor de sus rosas amarillas y rojas. En la base de uno de ellos crecía una abundante mata de perejil. Muchas vecinas venían a por un puñado para sus guisos. El niño se detuvo un momento, admirando con deleite la sinfonía de color y olores: su abuelo acababa de regar. La tierra mojada, las rosas frescas, el verde intenso del perejil. Veranos en Almazán.

La puerta del chamizo estaba abierta, el niño entró y se detuvo junto a su abuelo. Estaba trabajando con la lima y el formón la decoración de un trozo de madera de pino. El chamizo era donde su abuelo pasaba las horas cuando el buen tiempo llegaba. Densas pilas de leña para el invierno se acumulaban al fondo, casi indistinguibles a la luz del único ventanuco de la estancia. El serrín flotaba ante la puerta, envolviendo la figura del hombre, absorto en la tarea de dar forma a la decoración principal del pie de lámpara.

 Allí dentro pasan las largas horas del verano. Resina de pino, bicicletas BH, olor a caucho, el papel amarillento de las viejas pilas de ABC a la sombra. Arañas de patas largas, muy largas. Hormigas negras, grandes y gordas. Un hombre en el invierno de la vida viviendo un nuevo verano, lleno de vida, pleno y creador. Un nieto que observa, admira y aprende, compartiendo las horas, compartiendo el verano de ambos, el verano interior.


domingo, 13 de marzo de 2011

La historia de nuestras vidas

No recuerdo las circunstancias pero sí las sensaciones, con toda claridad. Fue el primer sonido de esa casa, su primer saludo. Agudo, penetrante santo y seña de otro lugar, de un mundo verde, negro y profundo. Un insólito trasplante desde el Amazonas a la jungla urbana de Barcelona. Atravesando la penumbra del recóndito recibidor, a la derecha. Una puerta de luz cegadora abierta al mediodía de aquel sábado.

Un soberbio guacamayo estallando en azul, blanco, verde, amarillo, rojo. Su pico ganchudo. Sus ojos negros llenos de curiosidad. La mirada de medio lado, y luego del otro. La ronca cadencia de su grito acompasado, exaltado saludo para su amo y también amigo.

Currito hablando delicadamente a mi amigo, a su lado, al oído, murmurando sus confidencias con  las mismas voces tantas veces escuchadas a través del cristal. Después, una nuez entre sus garras crujiendo fácilmente contra su pico negro, devorador y parlanchín. Temible poder de su delicadeza.

Años vividos, días de sol y de lluvia. Infancia, juventud, novedades, pérdidas, lágrimas, la vida que sigue, la vida que cambia. Pero Currito sigue ahí, sin edad conocida, inmune al tiempo, compañía de eterna amistad.

Y después de todos estos años, una vez más, como entonces, como siempre, Currito vuelve a salir de su jaula para contarle a mi amigo, muy cerca, al oído, la historia de su vida, que no es otra que la historia de nuestras vidas.


viernes, 11 de marzo de 2011

Que el dolor no me sea indiferente

Lo que hoy recuerdo no sucedió en un día como hoy, sino quizás uno o dos después de aquel dia como hoy.
Abría el pastel de una nueva etapa de mi vida. Una nueva ciudad, Madrid, en la que sabía me esperaba mucho porvenir, muchas novedades, un mar de ilusiones, expectativas y también riesgos.

Y como yo, junto a mi, incontables compañeros de viaje compartiendo y transitando los mismos espacios comunes en el asfalto, el tráfico, los autobuses, los andenes, los trenes, los vagones... unidos en el afán diario del  único e irrepetible viaje de la vida. La vida en Madrid...

Entré en aquel vagón de metro. Era una hora cualquiera, de escaso trasiego. En el coche eramos pocos, todos silenciosos. Un músico empezó a tocar suavemente una guitarra, sin estridencias. Su voz acabó por abrirse paso entre todos los presentes.

"...que el dolor no me sea indiferente,
que la reseca muerte no me encuentre

vacío y solo sin haber hecho lo suficiente."

Crucé la mirada con una anónima mujer sentada frente a mí. Su rostro hace tiempo que se ha borrado de mi memoria, pero sigo sin olvidar la lágrima que resbaló de su ojo. Idéntica a la mía.





lunes, 7 de marzo de 2011

En horas de reparto: Las obligaciones del cartero (recopilación)

1

Una entrega sencilla

Cuando empecé en esto del reparto postal motorizado, mi primer destino estaba en pleno proceso de desguace. El negociado de giro nacional de Barcelona se ubicaba en la última planta del histórico edificio de Correos de Vía Layetana. Recuerdo la amplia sala de paredes desconchadas, roñosas ventanas y altos techos. Tenía el lugar el aspecto de esas cosas que uno sube a la buhardilla antes de pasar al olvido.

Allí di con muchos veteranos del oficio, gente bregada en el reparto y sus circunstancias. Fue una suerte, porque allí pude sentir como nunca el enorme peso de tanto dinero ajeno dentro de aquella pequeña cartera de cuero viejo. Aquellos días descubrí que aquel dinero, acompañado de sus correspondientes libranzas de giro, estaba muy impregnado de quienes lo enviaban y sobretodo de sus destinatarios, a menudo tan radicalmente distintos, que lo esperaban.

No tardó en llegar la mañana en que aparecieron en mi casillero unas libranzas azul claro, muy distintas al resto. En un fino papel continuo oficial, remitían modestas e idénticas cantidades a una serie de destinatarios particulares. "Ya te han llegado los abuelitos" comentó a mi lado Pascual, un chaparro mallorquín, cartero cincuentón, barrigudo y socarrón de rostro arrugado y ojos vivos. Con mano experta, revisó y clasificó en orden de reparto mis giros de pensiones asistenciales que el INSS destinaba los ancianos sin otros recursos.

Quise saber si tenían algún procedimiento especial de entrega, pero él zanjó la cuestión rápidamente: "No te preocupes, son entregas sencillas, todos ellos saben lo que tienen que hacer, además te estarán esperando." Y guiñándome un ojo añadió: "Qué suerte, en tu barrio viven muchos... ¡y todos dan su buena propina!"

Mi primer barrio, o sección de reparto, estaba lejos del centro, pero era de lo más agradable y selecto: Los distritos 34 y 17; Pedralbes y Sarriá-Sant Gervasi. Mi reparto siempre empezaba por amplias avenidas, espaciosas zonas verdes y buenas vistas, terminando en las intrincadas calles de acusadas pendientes del pueblo que antaño fue Sant Gervasi. Enseguida me percaté de que muchas de mis entregas especiales se concentraban allí.

Aquel día repartí por primera vez en la calle Pedró de la Creu. Acostumbrado a la amplitud y el lujo urbano de ese territorio, me sorprendió la modestia y oscuridad de esta vía, sus estrechas aceras. Una de aquellas finas libranzas azules me había dejado ante un sobrio portal que posiblemente había vivido otros tiempos, aunque quizás no mucho mejores.

La estrecha, gastada pero reluciente escalera me llevó hasta un cuarto piso sin ascensor. Apenas tuve que llamar una vez al timbre. Como dijo Pascual, me estaban esperando.

Abrió la puerta una anciana menuda y delgada, de cabellos azulados primorosamente recogidos en un moño y una bata de gastada franela azul. Apenas reconoció mi uniforme, me tomó con mano firme y me introdujo en la vivienda.

-Pasa, majo, pasa... a ti no te conozco. ¿Eres el que vendrá ahora en lugar de Miguel?
-Si señora, seré yo el que le traiga su giro todos los meses.
-Miguel era un señor muy agradable, ¿verdad? Hablábamos mucho...

Lo cierto es que no llegué a conocer a mi antecesor, pero a esas alturas tenía claro por otros vecinos que había sido un buen trabajador.

Estábamos en una pequeña sala de estar escasamente decorada pero bañada por el alegre sol de mediodía que entraba por un único ventanal. Sobre una mesita cubierta por un tapete blanco de canalé se hallaba dispuesta la documentación de la mujer. También había un pequeño tampón de tinta, una botella de alcohol, un pequeño pañuelo gris y un marco con una vieja fotografía en blanco y negro. Diligente, la señora me mostró su DNI pero cuando le ofrecí mi bolígrafo para la firma, lo rechazó suavemente."Estoy torpe con las manos, majo"

Acto seguido tomó de mis manos la libranza de giro y con la habilidad que otorga el hábito de una rutina mil veces repetida, la colocó sobre la mesita y mojó su dedo pulgar en el tampón, estampándolo a continuación en el espacio reservado para la firma del destinatario. Sonriendo, me tendió de nuevo la libranza.
Asentí en silencio y entregué a la mujer la magra cantidad de su pensión. Ella, separó el pico de monedas y se dispuso a entregármelas a modo de propia.

-Señora, yo no puedo aceptárselo...

Sin embargo, la anciana cogió mi mano con decisión y depositó en ella las monedas.

-Majo, ¿tú me podrías hacer un favor?
-Usted dirá...

Entonces se acercó de nuevo a la mesita y cogió el retrato, mostrándomelo: era un vieja fotografía pero impecablemente conservada, en la que se veía a un jovencísimo soldado, posando de medio cuerpo, en uniforme de la Wehrmacht alemana. En el pie de la foto podía leerse pulcramente escrito:
"Con mucho cariño. Grafenwörh, 1941"

-Este era mi Paco. Se lo llevaron a luchar a Rusia. Nunca volvió. Me mandaba muchas, muchas cartas... Si te doy mis señas y su nombre... ¿tu podrías buscar por ahí, en vuestros almacenes o donde sea, a ver si hay más? Tu compañero Miguel era muy simpático, pero no me supo dar razones...

La mano de la anciana apretó con una extraña fuerza mi brazo. Sus ojos oscuros, fijos en mi, empezaron a brillar.

-Por supuesto, señora. Haré lo que esté en mi mano. Buscaré sus cartas.


2

Ausentes Avisados

El soldado Paco Roig da un último vistazo por encima del parapeto de sacos terreros. La luz del amanecer empieza a asentarse sobre la helada estepa. Al cabo de un momento decide que tendrá tiempo de terminar otra carta para Maria José. Se deja caer, resbalando hacia el fondo de la trinchera. Paco dedica una mirada al sargento De Gordejuela. "Jose Luis, termino una cosa y voy..." El otro, en un gesto afirmativo, apenas toca la visera de su casco pintado de blanco a brochazos, ocupado como estaba en la limpieza del cajón de mecanismos de la ametralladora.

El soldado Roig, apoyado en una caja de granadas termina rápidamente las últimas líneas de su carta. Tiene prisa, pero no por los rusos del otro lado, sino por ese frío atroz que atenaza sus dedos cuando le faltan los guantes. Su batallón, el del comandante Rubio, ha sido redesplegado delante de Krasny Bor con todos sus efectivos, dejando a retaguardia el cobijo de sus construcciones de madera. A nadie en el mando de la División Azul se le escapa ya que la actividad del ejército rojo en aquel sector del frente de Leningrado lleva tiempo siendo muy superior a lo normal. Es el 10 de febrero de 1943.
Paco termina su carta y con un último pensamiento para ella, la dobla y la reintegra al calor interior de su guerrera. En ese momento, afina el oído. Demasiado silencio. Súbitamente, a las siete menos cuarto, el suelo empieza a temblar; acto seguido el cielo rompe a rugir. A su alrededor se extiende un diluvio de acero, metralla y tierra. José Luis llega a su lado, buscando la protección del fondo de la trinchera. "Ya ha empezado" alcanza a decir a Paco, con las manos en los oídos. El bombardeo prosigue devastador mientras los dos hombres hechos un único ovillo, se aferran mutuamente, intentando escatimar una vez más sus cuerpos a la gigantesca ira que les busca con ahínco.

Llega de nuevo el silencio. Tras comprobar que siguen de una pieza, ambos saben que no hay tiempo que perder. Medio aturdidos, suben desde el fondo y ocupan cada uno su puesto tras la gran ametralladora negra que intacta, les espera. Ante ellos el paisaje ha cambiado radicalmente. La antes blanca estepa está ahora cubierta de miles de manchas oscuras en movimiento, intercambiando centenares de fogonazos con las posiciones que ocupan sus camaradas a ambos lados. Pronto, accionada por José Luis, la MG-42 se encabrita sobre su trípode mientras Paco cuida de que la cinta no se atasque y corrige el tiro de su compañero con breves indicaciones.
La lucha se vuelve desigual, desesperada. Paco alimenta la máquina sin cesar mientras ésta, gobernada por su amigo escupe mortíferas ráfagas hacia la llanura. Las manchas se han acercado mucho, y cobrando forma humana, empiezan a llenar el aire alrededor de los dos hombres de chasquidos y explosiones. Hasta ese momento, la siniestra potencia de fuego que les otorga la tecnología alemana ha contenido la marea humana que inexorablemente fluye hacia ellos, y que ahora se agazapa detrás de los obstáculos del terreno que se extiende ante su posición.

En ese momento, por encima del fragor del tiroteo, llega a ambos soldados el inconfundible sonido chirriante del acero en movimiento. Remontando un desnivel del terreno, aparece la silueta de dos grandes T-34. Los dos monstruos se detienen y lentamente, mueven sus torretas trapezoidales, apuntándoles con sus cañones.
José Luis da un codazo a Paco. Ambos hombres se miran. "Hasta aquí hemos llegado, vámonos".

El sargento De Gordejuela libera el arma humeante de su trípode y dándose media vuelta se dispone a abandonar el parapeto, pero comprueba que Paco ya no está a su lado. Ansioso, vuelve la vista atrás, buscándolo con la mirada. Apenas distingue una figura alejándose en sentido contrario, con los brazos extendidos. Un fogonazo surge de uno de los tanques e inmediatamente una ola ardiente derriba al sargento, sumiéndolo en la semiinconsciencia. Poco después, sus oídos se llenan de voces incomprensibles.



Aquella mañana se presentaba como otra cualquiera. Me encontraba sumando el cargo de mis giros del día. A mi lado, como siempre, se sentaba Pascual punteando los importes de los suyos. Súbitamente una voz ronca resonó entre nuestras cabezas:
-¿Ya nos hemos olvidado de los viejos compañeros, Pascualín?
-¡Coño, Miguel! ¿Vienes a hacernos una visita? ¿Tan pronto nos echas de menos?

Acababa de conocer a mi predecesor en el puesto. De tez morena y narizota roja, Miguel era un jubilado feliz que lucía una barriga aún más oronda que Pascual. De su boca colgaba una colilla agonizante de lo que había sido un buen puro habano.

Aparte de añorar a sus compañeros, pronto se me hizo evidente que Miguel quería saber quién se había hecho cargo de su barrio de toda la vida. Cogió un taburete y se sentó a mi lado, tomando las libranzas del día. Sus ojos chispeaban mientras me daba detalles y consejos de tal o cual entrega: "Aquí insiste, siempre están, no les dejes aviso, eh? Este otro si no están en la tienda te lo cogerán en los bajos de al lado, son de confianza... ¿Por cierto, ya te han entrado los abuelitos?"
Por mi cabeza no había dejado de rondar la entrega de la viuda del soldado, y sobretodo el mal trago de mi promesa sin esperanza.
- Miguel, tuve una entrega muy curiosa a una viuda en Pedró de la Creu...
- No me digas más, te ha pedido que le busques las cartas. ¡Ay, María José, qué mujer!... y no es viuda. No pudieron pasar de novios, el chaval se fue con la División Azul, para limpiar el apellido... una triste historia, ¿sabes?
- Me dijo que habíais hablado mucho.
- Por supuesto, imagínate lo que da para hablar toda una vida de reparto... por cierto, lo que es la vida: tienes otra entrega parecida en la calle Dulcet. Esta sí es la viuda de un divisionario. Lo cogieron preso en Rusia. Creo que volvió en el 54. Parece ser que en tiempos habían sido amigas...

3
Cartas sobre la mesa

Aquel día amaneció con lluvia en Barcelona. Como le sucede a muchos de mis compañeros carteros, desde aquellos primeros días en la moto, no puedo evitar ver llover y sentir una leve desazón. Quizá porque en esos días emergemos de la rutina y caemos en la cuenta de nuestra vulnerabilidad, y de que en realidad, cualquier día pudiera marcar todos los siguientes de nuestras vidas.

La goma de nuestras botas de carteros empapados chirriaban en el linóleo gastado de la sala. Los gruesos impermeables azul oscuro brillaban bajo los fluorescentes. Mi casco amarillo había escurrido  un charco de agua sobre la  mesa de clasificación, mojando el lomo de la libreta de entregas. Por los grandes y sucios ventanales del negociado discurrían negros goterones verticales.

¿Tenía que ser ese día precisamente? Avisado por Miguel, estaba esperándolo en cualquier momento. Una sustanciosa entrega  en la calle Dulcet. En el espacio central de la libranza reservado al mensaje particular se podía leer "ALQUILER PISO". El importe del giro superaba las 50.000 pesetas, lo cual me facultaba a su porte en cheque postal nominativo,  pero tomé nota del consejo de Pascual y de Miguel, que habían sido muy claros al respecto: "Llévaselo en efectivo, la mujer está mayor y además, deja buena propina" En cualquier caso, yo esperaba obtener algo muy distinto.

La quinta entrega de la mañana me dejó ante un bloque de viviendas típico del mejor barrio burgués de la ciudad; rancio portal señorial, pero desprovisto de alardes. Arrastré la lluvia de la calle a través de la moqueta y la escaleras de mármol para entrar en una vieja y lustrosa joya; uno de aquellos estrechos ascensores en madera oscura y hierro forjado. Encima de la botonera de latón dorado, un pequeño letrero de metal blanco advertía marcialmente del uso prioritario de aquel ascensor en favor de los Caballeros Mutilados de la División Azul. Por si tenía alguna duda.

Una mujer mayor, perfectamente peinada, maquillada y vestida, aparentemente lista para salir a la calle, abrió la puerta.

- ¿Elisenda Martí de Gordejuela?
- La misma. Dígame, ¿qué desea?
- Tiene un giro postal.
- ¿Dónde está el cartero de siempre?
- Miguel se ha jubilado, ¿no lo sabía?
- No ¿Vendrá usted a partir de ahora? - La viuda del soldado me miró fijamente, aquilatando la diferencia.
- Sí señora.
- ¿En efectivo?
- Descuide usted...
- Bien, se lo agradezco entonces.

 Dándose por satisfecha, esbozó una media sonrisa. Haciéndose a un lado, me hizo pasar al recibidor y cerró la puerta.
La vivienda se hallaba en una densa semipenumbra. El suelo enmoquetado en verde, las paredes con papel pintado en un desvaído bermellón. Un mueble recibidor de caoba dominaba el espacio. Sobre éste, un recargado reloj dorado marcaba las horas con suave cadencia mecánica.

La única luz llegaba de una puerta que se abría al fondo a la derecha. La decoración la completaban un marco colgado de la pared del fondo y dos fotografías enmarcadas sobre el recibidor, una a cada lado del reloj. En una de ellas aparecía nuevamente un soldado de uniforme pardo, en la habitual fotografía de medio cuerpo del campamento de Grafenwörth. En la otra, mucho menos impostada, se veia un grupo de cinco hombres en uniforme blanco invernal, delante de unas modestas cabañas de madera. Escrito a mano, se leía "Krasny Bor, 1943".

Junto al mueble recibidor, la viuda me observaba en silencio, con su documentación en la mano. Sin saber aún si hallaría el modo de abordar la cuestión, me dispuse a realizar el abono del giro a su destinatario. Tras la identificación y firma preceptiva, me dispuse a contar el efectivo ante los ojos de la mujer.

- Si quiere, puede contarlo mejor a la luz, vamos - Dijo señalándome en dirección a la pared del fondo

Al acercarme, reparé en el marco que colgaba en la pared iluminada por la luz de la habitación contigua. Se trataba en realidad de una pequeña vitrina que contenía dos condecoraciones militares. Sin poder evitar mi curiosidad, me detuve ante la vitrina: Una de las medallas era pequeña y redonda. Alcancé a leer las palabras "sufrimientos por la patria". La otra, sin duda alguna, era alemana: Una Cruz de Hierro de 2ª clase.

La mujer me estaba observando, expectante. Había seguido con sumo interés mi escrutinio de la vitrina. Conté el dinero y se lo entregué. Entonces, decidí intentarlo:

- ¿Son de su marido?
- Por supuesto, claro que sí. ¿Sabe lo que son?- dijo ella con un evidente deje de orgullo en la voz.
- Perfectamente, señora.
- ¿Está seguro? - El tono de su voz se había tornado displicente.
- Señora, en mi zona de reparto hay otra persona con un familiar veterano de la División Azul.

El rostro de la mujer aparentaba impasibilidad, pero sus ojos negros delataban otra cosa. Después, apartó la vista de mí y durante unos segundos su mirada se perdió hacia el infinito.

- Vaya, para ser nuevo aquí le veo bien informado. Dígame ¿Qué tal está ella?
- Entiendo que se conocen...
- Eso tú ya lo sabes - Dijo ella tuteándome y clavándome una dura mirada -
-¿Cómo sigue María José?
- Aparentemente bien.
- Ven, te voy a contar yo también algo, algo que ella seguro que no puede.

Me condujo de nuevo hasta el recibidor y tomó entre sus manos la fotografía de grupo, mostrándomela. Señaló a dos de los soldados. Uno de ellos llevaba sobre el hombro una gran ametralladora negra. Apoyaba su mano sobre el hombro de un compañero con ambas manos ocupadas en acarrear sendas cajas de munición.

- Éste era José Luis, a su lado está Paco. Eran amigos... En aquellos tiempos, mi José Luis siempre me hablaba bien de Paco en sus cartas. Fue poco después de esta foto cuando los rusos hicieron una escabechina... y lo cogieron preso. No me lo devolvieron hasta el 54.
- Y de Paco, ¿se supo algo?. Me dijeron que no volvió...
- ¿Te ha pedido ella que me lo preguntes? La pregunta me sorprendió, más si cabe por el insólito tono de ira contenida.
- No, era sólo curiosidad. En realidad ella no es quien me ha hablado de usted, sino mi compañero. Ella si algo desearía es encontrar alguna última carta, caso de que existiera...
- Una última carta...  - La voz de la viuda se volvió de pronto seca y cortante - A mí él en el fondo nunca me dio buena espina, pero José Luis lo tenía como un hermano...  aunque su padre y su tío eran sospechosos de ser rojos. Al acabar la Guerra Civil tuvieron problemas, así que decidieron mandar al chico para cortar por lo sano. Y además, qué mejor que hacerse amigo de alguien intachable, de buena familia... Pero claro, al final la cabra tira al monte.
Cuando volvió José Luis no quería hablar de Paco. Calló durante años. Pero un día al final no pudo más y me lo contó: Él lo vio. Cuando los rusos les atacaron, él se fue en sentido contrario, le abandonó. ¡Su gran amigo no era más que un desertor, un cobarde... y un rojo!

A continuación cayó un espeso silencio. El rostro de la viuda estaba encendido de ira. Comprendí que el tiempo no había pasado para ella. Que aquel lugar en el que me encontraba no era sino un asfixiante mausoleo lleno de rencor. Mi entrega y mi misión habían concluido.

- Entiendo, señora. No la molesto más. Buenos días- Dije volviéndome hacia la puerta.
- Espera, cartero. Te dejas la propina.

La vieja viuda separó uno de los billetes del montón que había dejado junto a las fotografías. Luego, abrió un cajón del mueble del recibidor y sacó una caja de la que extrajo un viejo sobre gris: una carta con más de cincuenta años. Me tendió ambos papeles.

 - Y a pesar de todo, él me hizo prometer que se la daría si alguna vez me la pedía. Hoy cumplo con su deseo. Cartero, cumple con tu obligación. Entrega estas cartas.


jueves, 3 de marzo de 2011

La espera

Lentamente Ahmed levantó la cabeza por encima del muro. Sus ojos escrutaron afanosamente entre el maremágnum de edificios, al otro lado de la plaza desierta. Por su último movimiento, probablemente llegó a localizarlo. Cuando oyeron el disparo, él ya estaba de nuevo al pie del muro junto a ellos, pero con media cabeza menos. Yussuf lo sintió mucho por el chico, le había empezado a caer bien, pero era demasiado joven e inexperto, y no había sabido esperar.

Siempre fue consciente de su fortuna, de haber podido disfrutar desde tan joven de esa burbuja de relativa comodidad, siendo nativo de un país tan poco agraciado por el clima y sus dirigentes, pero con tanto gas y tanto petróleo. Había esperado su oportunidad y la había aprovechado con avidez. Toda su familia dependía de sus ingresos como técnico informático en la petroquímica. En aquel mundo de análisis estadísticos, hojas de cálculo e informes de explotación también entró en contacto con otra parte de la realidad. Al otro lado de la pantalla de su ordenador se abría todo un mundo que sus dirigentes se empeñaban en ocultar. Con la pasión de su juventud se lanzó al descubrimiento de la verdad y de su propia conciencia.

Pronto comprendió la verdadera dimensión del engaño, aunque en realidad se daba cuenta todos los días cuando dejaba aquel reducto de pulcritud y claridad que era la oficina de sus patronos europeos para volver a los suburbios de la capital. Todos le habían enseñado a esperar, a callar, a aceptar la voz del líder indómito, eternamente en el poder, aparentemente incombustible. Sólo cuando sus hermanos de Túnez y Egipto decidieron que ya no podían esperar nada bueno, él y muchos otros como él comprendieron que la espera había terminado por fin. Y salieron a la calle, solo para encontrarse con esos largos y delgados cañones que ya no apuntaban al cielo en busca de demonios invasores, sino vueltos contra ellos. La imagen de tantos amigos y vecinos despedazados aquel día le acompañaría siempre. La espera había terminado.

Yussuf nunca había tenido en las manos un Dragunov. Hasta hace menos de un mes no habría podido dar razones de qué cosa era. Ahora prácticamente formaba parte de su cuerpo, convertido en una extensión más de su ser,  acompañándolo a todas partes en aquella locura. Había cambiado la amable sofisticación de la tecnología occidental que tanto admiraba, por la brutal eficacia del práctico, fiable armamento de la era soviética.

Todo el grupo lo estaba mirando ahora, sabía que otra vez le tocaba a él despejar el camino con su espigado fusil de francotirador. Había aprendido a temer y odiar a sus colegas del otro lado, profesionales de la mira telescópica, pero más aún odiaba esas baterías antiaéreas; odiaba a quienes se encontraban tras ellas, odiaba su inconfundible forma, su enorme cadencia de tiro, y por encima de todo, aborrecía los atroces efectos de la munición explosiva de 23mm sobre la carne humana.

Los suburbios de Trípoli eran el hogar de todos ellos. Era un territorio conocido, familiar pero hostil al mismo tiempo. Habían llegado muy lejos, pero a esas alturas era evidente que nadie, desde aquella parte del mundo a la que aspiraban parecerse, les iba a ayudar. Aún así, querían ser mejores de lo que eran, aunque quizás después de todo aquello, ya no tuvieran claros sus referentes. De lo que no cabía duda era de que ya no había margen para la espera. Los terribles, crueles mercenarios habían desaparecido ya. Sólo quedaban enfrente los más fanáticos, los realmente desesperados. Por ello eran los más imprevisibles, los más peligrosos.

La muerte de Ahmed no había sido del todo inútil; Yussuf se había hecho una idea clara por fin. La intuición y el instinto deberían hacer el resto. Se arrastró pegado al muro, manteniendo la desenfilada y entró en el bloque contiguo. Ya en la azotea, reptó muy lentamente hasta alcanzar un posible ángulo de tiro sobre el área sospechada. El potente visor del Dragunov penetró a través de la densa atmósfera plomiza de la ciudad en guerra. Pacientemente rastreó todas y cada una de las ventanas y azoteas de los edificios dentro de los 1.300 metros de alcance máximo del arma. Enseguida localizó un par de ubicaciones probables. Ahora tocaba hacer lo que siempre se le había dado tan bien a su pueblo, esperar.

No fue necesario mucho tiempo. Ahí abajo en las calles había rabia e inexperiencia acumulada de sobra. Otros grupos avanzaban hacia el palacio por aquel sector. Dos breves destellos emergieron del primer punto controlado. Yussuf lo centró rápidamente en el visor y esperó, nuevamente. El tercer disparo prácticamente se solapó con el suyo. Acertó. Se aseguró con dos disparos más. Desde la azotea, avisó a su gente de que el paso estaba libre de nuevo. Atenuado por la distancia, llegó a sus oídos el crepitar de una nueva batería antiaérea. Yussuf se apresuró, ya no había tiempo que perder.