1
Una entrega sencilla
Cuando empecé en esto del reparto postal motorizado, mi primer destino estaba en pleno proceso de desguace. El negociado de giro nacional de Barcelona se ubicaba en la última planta del histórico edificio de Correos de Vía Layetana. Recuerdo la amplia sala de paredes desconchadas, roñosas ventanas y altos techos. Tenía el lugar el aspecto de esas cosas que uno sube a la buhardilla antes de pasar al olvido.
Allí di con muchos veteranos del oficio, gente bregada en el reparto y sus circunstancias. Fue una suerte, porque allí pude sentir como nunca el enorme peso de tanto dinero ajeno dentro de aquella pequeña cartera de cuero viejo. Aquellos días descubrí que aquel dinero, acompañado de sus correspondientes libranzas de giro, estaba muy impregnado de quienes lo enviaban y sobretodo de sus destinatarios, a menudo tan radicalmente distintos, que lo esperaban.
No tardó en llegar la mañana en que aparecieron en mi casillero unas libranzas azul claro, muy distintas al resto. En un fino papel continuo oficial, remitían modestas e idénticas cantidades a una serie de destinatarios particulares. "Ya te han llegado los abuelitos" comentó a mi lado Pascual, un chaparro mallorquín, cartero cincuentón, barrigudo y socarrón de rostro arrugado y ojos vivos. Con mano experta, revisó y clasificó en orden de reparto mis giros de pensiones asistenciales que el INSS destinaba los ancianos sin otros recursos.
Quise saber si tenían algún procedimiento especial de entrega, pero él zanjó la cuestión rápidamente: "No te preocupes, son entregas sencillas, todos ellos saben lo que tienen que hacer, además te estarán esperando." Y guiñándome un ojo añadió: "Qué suerte, en tu barrio viven muchos... ¡y todos dan su buena propina!"
Mi primer barrio, o sección de reparto, estaba lejos del centro, pero era de lo más agradable y selecto: Los distritos 34 y 17; Pedralbes y Sarriá-Sant Gervasi. Mi reparto siempre empezaba por amplias avenidas, espaciosas zonas verdes y buenas vistas, terminando en las intrincadas calles de acusadas pendientes del pueblo que antaño fue Sant Gervasi. Enseguida me percaté de que muchas de mis entregas especiales se concentraban allí.
Aquel día repartí por primera vez en la calle Pedró de la Creu. Acostumbrado a la amplitud y el lujo urbano de ese territorio, me sorprendió la modestia y oscuridad de esta vía, sus estrechas aceras. Una de aquellas finas libranzas azules me había dejado ante un sobrio portal que posiblemente había vivido otros tiempos, aunque quizás no mucho mejores.
La estrecha, gastada pero reluciente escalera me llevó hasta un cuarto piso sin ascensor. Apenas tuve que llamar una vez al timbre. Como dijo Pascual, me estaban esperando.
Abrió la puerta una anciana menuda y delgada, de cabellos azulados primorosamente recogidos en un moño y una bata de gastada franela azul. Apenas reconoció mi uniforme, me tomó con mano firme y me introdujo en la vivienda.
-Pasa, majo, pasa... a ti no te conozco. ¿Eres el que vendrá ahora en lugar de Miguel?
-Si señora, seré yo el que le traiga su giro todos los meses.
-Miguel era un señor muy agradable, ¿verdad? Hablábamos mucho...
Lo cierto es que no llegué a conocer a mi antecesor, pero a esas alturas tenía claro por otros vecinos que había sido un buen trabajador.
Estábamos en una pequeña sala de estar escasamente decorada pero bañada por el alegre sol de mediodía que entraba por un único ventanal. Sobre una mesita cubierta por un tapete blanco de canalé se hallaba dispuesta la documentación de la mujer. También había un pequeño tampón de tinta, una botella de alcohol, un pequeño pañuelo gris y un marco con una vieja fotografía en blanco y negro. Diligente, la señora me mostró su DNI pero cuando le ofrecí mi bolígrafo para la firma, lo rechazó suavemente."Estoy torpe con las manos, majo"
Acto seguido tomó de mis manos la libranza de giro y con la habilidad que otorga el hábito de una rutina mil veces repetida, la colocó sobre la mesita y mojó su dedo pulgar en el tampón, estampándolo a continuación en el espacio reservado para la firma del destinatario. Sonriendo, me tendió de nuevo la libranza.
Asentí en silencio y entregué a la mujer la magra cantidad de su pensión. Ella, separó el pico de monedas y se dispuso a entregármelas a modo de propia.
-Señora, yo no puedo aceptárselo...
Sin embargo, la anciana cogió mi mano con decisión y depositó en ella las monedas.
-Majo, ¿tú me podrías hacer un favor?
-Usted dirá...
Entonces se acercó de nuevo a la mesita y cogió el retrato, mostrándomelo: era un vieja fotografía pero impecablemente conservada, en la que se veía a un jovencísimo soldado, posando de medio cuerpo, en uniforme de la Wehrmacht alemana. En el pie de la foto podía leerse pulcramente escrito:
"Con mucho cariño. Grafenwörh, 1941"
-Este era mi Paco. Se lo llevaron a luchar a Rusia. Nunca volvió. Me mandaba muchas, muchas cartas... Si te doy mis señas y su nombre... ¿tu podrías buscar por ahí, en vuestros almacenes o donde sea, a ver si hay más? Tu compañero Miguel era muy simpático, pero no me supo dar razones...
La mano de la anciana apretó con una extraña fuerza mi brazo. Sus ojos oscuros, fijos en mi, empezaron a brillar.
-Por supuesto, señora. Haré lo que esté en mi mano. Buscaré sus cartas.
2
Ausentes Avisados
El soldado Paco Roig da un último vistazo por encima del parapeto de sacos terreros. La luz del amanecer empieza a asentarse sobre la helada estepa. Al cabo de un momento decide que tendrá tiempo de terminar otra carta para Maria José. Se deja caer, resbalando hacia el fondo de la trinchera. Paco dedica una mirada al sargento De Gordejuela. "Jose Luis, termino una cosa y voy..." El otro, en un gesto afirmativo, apenas toca la visera de su casco pintado de blanco a brochazos, ocupado como estaba en la limpieza del cajón de mecanismos de la ametralladora.
El soldado Roig, apoyado en una caja de granadas termina rápidamente las últimas líneas de su carta. Tiene prisa, pero no por los rusos del otro lado, sino por ese frío atroz que atenaza sus dedos cuando le faltan los guantes. Su batallón, el del comandante Rubio, ha sido redesplegado delante de Krasny Bor con todos sus efectivos, dejando a retaguardia el cobijo de sus construcciones de madera. A nadie en el mando de la División Azul se le escapa ya que la actividad del ejército rojo en aquel sector del frente de Leningrado lleva tiempo siendo muy superior a lo normal. Es el 10 de febrero de 1943.
Paco termina su carta y con un último pensamiento para ella, la dobla y la reintegra al calor interior de su guerrera. En ese momento, afina el oído. Demasiado silencio. Súbitamente, a las siete menos cuarto, el suelo empieza a temblar; acto seguido el cielo rompe a rugir. A su alrededor se extiende un diluvio de acero, metralla y tierra. José Luis llega a su lado, buscando la protección del fondo de la trinchera. "Ya ha empezado" alcanza a decir a Paco, con las manos en los oídos. El bombardeo prosigue devastador mientras los dos hombres hechos un único ovillo, se aferran mutuamente, intentando escatimar una vez más sus cuerpos a la gigantesca ira que les busca con ahínco.
Llega de nuevo el silencio. Tras comprobar que siguen de una pieza, ambos saben que no hay tiempo que perder. Medio aturdidos, suben desde el fondo y ocupan cada uno su puesto tras la gran ametralladora negra que intacta, les espera. Ante ellos el paisaje ha cambiado radicalmente. La antes blanca estepa está ahora cubierta de miles de manchas oscuras en movimiento, intercambiando centenares de fogonazos con las posiciones que ocupan sus camaradas a ambos lados. Pronto, accionada por José Luis, la MG-42 se encabrita sobre su trípode mientras Paco cuida de que la cinta no se atasque y corrige el tiro de su compañero con breves indicaciones.
La lucha se vuelve desigual, desesperada. Paco alimenta la máquina sin cesar mientras ésta, gobernada por su amigo escupe mortíferas ráfagas hacia la llanura. Las manchas se han acercado mucho, y cobrando forma humana, empiezan a llenar el aire alrededor de los dos hombres de chasquidos y explosiones. Hasta ese momento, la siniestra potencia de fuego que les otorga la tecnología alemana ha contenido la marea humana que inexorablemente fluye hacia ellos, y que ahora se agazapa detrás de los obstáculos del terreno que se extiende ante su posición.
En ese momento, por encima del fragor del tiroteo, llega a ambos soldados el inconfundible sonido chirriante del acero en movimiento. Remontando un desnivel del terreno, aparece la silueta de dos grandes T-34. Los dos monstruos se detienen y lentamente, mueven sus torretas trapezoidales, apuntándoles con sus cañones.
José Luis da un codazo a Paco. Ambos hombres se miran. "Hasta aquí hemos llegado, vámonos".
El sargento De Gordejuela libera el arma humeante de su trípode y dándose media vuelta se dispone a abandonar el parapeto, pero comprueba que Paco ya no está a su lado. Ansioso, vuelve la vista atrás, buscándolo con la mirada. Apenas distingue una figura alejándose en sentido contrario, con los brazos extendidos. Un fogonazo surge de uno de los tanques e inmediatamente una ola ardiente derriba al sargento, sumiéndolo en la semiinconsciencia. Poco después, sus oídos se llenan de voces incomprensibles.
Aquella mañana se presentaba como otra cualquiera. Me encontraba sumando el cargo de mis giros del día. A mi lado, como siempre, se sentaba Pascual punteando los importes de los suyos. Súbitamente una voz ronca resonó entre nuestras cabezas:
-¿Ya nos hemos olvidado de los viejos compañeros, Pascualín?
-¡Coño, Miguel! ¿Vienes a hacernos una visita? ¿Tan pronto nos echas de menos?
Acababa de conocer a mi predecesor en el puesto. De tez morena y narizota roja, Miguel era un jubilado feliz que lucía una barriga aún más oronda que Pascual. De su boca colgaba una colilla agonizante de lo que había sido un buen puro habano.
Aparte de añorar a sus compañeros, pronto se me hizo evidente que Miguel quería saber quién se había hecho cargo de su barrio de toda la vida. Cogió un taburete y se sentó a mi lado, tomando las libranzas del día. Sus ojos chispeaban mientras me daba detalles y consejos de tal o cual entrega: "Aquí insiste, siempre están, no les dejes aviso, eh? Este otro si no están en la tienda te lo cogerán en los bajos de al lado, son de confianza... ¿Por cierto, ya te han entrado los abuelitos?"
Por mi cabeza no había dejado de rondar la entrega de la viuda del soldado, y sobretodo el mal trago de mi promesa sin esperanza.
- Miguel, tuve una entrega muy curiosa a una viuda en Pedró de la Creu...
- No me digas más, te ha pedido que le busques las cartas. ¡Ay, María José, qué mujer!... y no es viuda. No pudieron pasar de novios, el chaval se fue con la División Azul, para limpiar el apellido... una triste historia, ¿sabes?
- Me dijo que habíais hablado mucho.
- Por supuesto, imagínate lo que da para hablar toda una vida de reparto... por cierto, lo que es la vida: tienes otra entrega parecida en la calle Dulcet. Esta sí es la viuda de un divisionario. Lo cogieron preso en Rusia. Creo que volvió en el 54. Parece ser que en tiempos habían sido amigas...
3
Cartas sobre la mesa
Aquel día amaneció con lluvia en Barcelona. Como le sucede a muchos de mis compañeros carteros, desde aquellos primeros días en la moto, no puedo evitar ver llover y sentir una leve desazón. Quizá porque en esos días emergemos de la rutina y caemos en la cuenta de nuestra vulnerabilidad, y de que en realidad, cualquier día pudiera marcar todos los siguientes de nuestras vidas.
La goma de nuestras botas de carteros empapados chirriaban en el linóleo gastado de la sala. Los gruesos impermeables azul oscuro brillaban bajo los fluorescentes. Mi casco amarillo había escurrido un charco de agua sobre la mesa de clasificación, mojando el lomo de la libreta de entregas. Por los grandes y sucios ventanales del negociado discurrían negros goterones verticales.
¿Tenía que ser ese día precisamente? Avisado por Miguel, estaba esperándolo en cualquier momento. Una sustanciosa entrega en la calle Dulcet. En el espacio central de la libranza reservado al mensaje particular se podía leer "ALQUILER PISO". El importe del giro superaba las 50.000 pesetas, lo cual me facultaba a su porte en cheque postal nominativo, pero tomé nota del consejo de Pascual y de Miguel, que habían sido muy claros al respecto: "Llévaselo en efectivo, la mujer está mayor y además, deja buena propina" En cualquier caso, yo esperaba obtener algo muy distinto.
La quinta entrega de la mañana me dejó ante un bloque de viviendas típico del mejor barrio burgués de la ciudad; rancio portal señorial, pero desprovisto de alardes. Arrastré la lluvia de la calle a través de la moqueta y la escaleras de mármol para entrar en una vieja y lustrosa joya; uno de aquellos estrechos ascensores en madera oscura y hierro forjado. Encima de la botonera de latón dorado, un pequeño letrero de metal blanco advertía marcialmente del uso prioritario de aquel ascensor en favor de los Caballeros Mutilados de la División Azul. Por si tenía alguna duda.
Una mujer mayor, perfectamente peinada, maquillada y vestida, aparentemente lista para salir a la calle, abrió la puerta.
- ¿Elisenda Martí de Gordejuela?
- La misma. Dígame, ¿qué desea?
- Tiene un giro postal.
- ¿Dónde está el cartero de siempre?
- Miguel se ha jubilado, ¿no lo sabía?
- No ¿Vendrá usted a partir de ahora? - La viuda del soldado me miró fijamente, aquilatando la diferencia.
- Sí señora.
- ¿En efectivo?
- Descuide usted...
- Bien, se lo agradezco entonces.
Dándose por satisfecha, esbozó una media sonrisa. Haciéndose a un lado, me hizo pasar al recibidor y cerró la puerta.
La vivienda se hallaba en una densa semipenumbra. El suelo enmoquetado en verde, las paredes con papel pintado en un desvaído bermellón. Un mueble recibidor de caoba dominaba el espacio. Sobre éste, un recargado reloj dorado marcaba las horas con suave cadencia mecánica.
La única luz llegaba de una puerta que se abría al fondo a la derecha. La decoración la completaban un marco colgado de la pared del fondo y dos fotografías enmarcadas sobre el recibidor, una a cada lado del reloj. En una de ellas aparecía nuevamente un soldado de uniforme pardo, en la habitual fotografía de medio cuerpo del campamento de Grafenwörth. En la otra, mucho menos impostada, se veia un grupo de cinco hombres en uniforme blanco invernal, delante de unas modestas cabañas de madera. Escrito a mano, se leía "Krasny Bor, 1943".
Junto al mueble recibidor, la viuda me observaba en silencio, con su documentación en la mano. Sin saber aún si hallaría el modo de abordar la cuestión, me dispuse a realizar el abono del giro a su destinatario. Tras la identificación y firma preceptiva, me dispuse a contar el efectivo ante los ojos de la mujer.
- Si quiere, puede contarlo mejor a la luz, vamos - Dijo señalándome en dirección a la pared del fondo
Al acercarme, reparé en el marco que colgaba en la pared iluminada por la luz de la habitación contigua. Se trataba en realidad de una pequeña vitrina que contenía dos condecoraciones militares. Sin poder evitar mi curiosidad, me detuve ante la vitrina: Una de las medallas era pequeña y redonda. Alcancé a leer las palabras "sufrimientos por la patria". La otra, sin duda alguna, era alemana: Una Cruz de Hierro de 2ª clase.
La mujer me estaba observando, expectante. Había seguido con sumo interés mi escrutinio de la vitrina. Conté el dinero y se lo entregué. Entonces, decidí intentarlo:
- ¿Son de su marido?
- Por supuesto, claro que sí. ¿Sabe lo que son?- dijo ella con un evidente deje de orgullo en la voz.
- Perfectamente, señora.
- ¿Está seguro? - El tono de su voz se había tornado displicente.
- Señora, en mi zona de reparto hay otra persona con un familiar veterano de la División Azul.
El rostro de la mujer aparentaba impasibilidad, pero sus ojos negros delataban otra cosa. Después, apartó la vista de mí y durante unos segundos su mirada se perdió hacia el infinito.
- Vaya, para ser nuevo aquí le veo bien informado. Dígame ¿Qué tal está ella?
- Entiendo que se conocen...
- Eso tú ya lo sabes - Dijo ella tuteándome y clavándome una dura mirada -
-¿Cómo sigue María José?
- Aparentemente bien.
- Ven, te voy a contar yo también algo, algo que ella seguro que no puede.
Me condujo de nuevo hasta el recibidor y tomó entre sus manos la fotografía de grupo, mostrándomela. Señaló a dos de los soldados. Uno de ellos llevaba sobre el hombro una gran ametralladora negra. Apoyaba su mano sobre el hombro de un compañero con ambas manos ocupadas en acarrear sendas cajas de munición.
- Éste era José Luis, a su lado está Paco. Eran amigos... En aquellos tiempos, mi José Luis siempre me hablaba bien de Paco en sus cartas. Fue poco después de esta foto cuando los rusos hicieron una escabechina... y lo cogieron preso. No me lo devolvieron hasta el 54.
- Y de Paco, ¿se supo algo?. Me dijeron que no volvió...
- ¿Te ha pedido ella que me lo preguntes? La pregunta me sorprendió, más si cabe por el insólito tono de ira contenida.
- No, era sólo curiosidad. En realidad ella no es quien me ha hablado de usted, sino mi compañero. Ella si algo desearía es encontrar alguna última carta, caso de que existiera...
- Una última carta... - La voz de la viuda se volvió de pronto seca y cortante - A mí él en el fondo nunca me dio buena espina, pero José Luis lo tenía como un hermano... aunque su padre y su tío eran sospechosos de ser rojos. Al acabar la Guerra Civil tuvieron problemas, así que decidieron mandar al chico para cortar por lo sano. Y además, qué mejor que hacerse amigo de alguien intachable, de buena familia... Pero claro, al final la cabra tira al monte.
Cuando volvió José Luis no quería hablar de Paco. Calló durante años. Pero un día al final no pudo más y me lo contó: Él lo vio. Cuando los rusos les atacaron, él se fue en sentido contrario, le abandonó. ¡Su gran amigo no era más que un desertor, un cobarde... y un rojo!
A continuación cayó un espeso silencio. El rostro de la viuda estaba encendido de ira. Comprendí que el tiempo no había pasado para ella. Que aquel lugar en el que me encontraba no era sino un asfixiante mausoleo lleno de rencor. Mi entrega y mi misión habían concluido.
- Entiendo, señora. No la molesto más. Buenos días- Dije volviéndome hacia la puerta.
- Espera, cartero. Te dejas la propina.
La vieja viuda separó uno de los billetes del montón que había dejado junto a las fotografías. Luego, abrió un cajón del mueble del recibidor y sacó una caja de la que extrajo un viejo sobre gris: una carta con más de cincuenta años. Me tendió ambos papeles.
- Y a pesar de todo, él me hizo prometer que se la daría si alguna vez me la pedía. Hoy cumplo con su deseo. Cartero, cumple con tu obligación. Entrega estas cartas.