Llegó de mañana temprano. Entró a buen paso en el vestíbulo del sótano tres, arrastrando jirones de niebla de la carretera y
del sueño de la noche aún mal despertado. Sus manos se habían vuelto de corcho, recuerdo fresco de los amaneceres de diciembre.
Se detuvo frente al panel de fichaje de entrada y colocó sobre él la tarjeta magnética. Antes había pulsado sin detenerse el botón de llamada del ascensor que se encontraba a su derecha. Movimientos automatizados, repetidos una y otra vez, desde un lejano día que apenas ya recordaba.
Mientras esperaba, dio comienzo distraídamente al rutinario ceremonial de apertura de velcros, cintas y presillas de la gruesa cazadora negra de cordura. Los guantes bajo el brazo, el casco colgando de un codo.
A su espalda sonó el aviso que anunciaba la llegada de uno de los seis elevadores. Entró rápidamente y pulsó casi a la vez los botones del sexto piso y el que forzaba el cierre de puertas.
A ver si hoy paramos poco...
Debido a su característico atuendo, raro era el día que conseguía esquivar los comentarios, preguntas y hasta irónicas alabanzas de sus compañeros de viaje, invariablemente relacionados el valor que se requería para afrontar los rigores y peligros de la circulación invernal sobre dos ruedas. Sabía que solo disponía de apoyo y comprensión verdaderos de los escasos compañeros que compartían su irrevocable devoción. Cuando alguna mañana coincidía con uno de ellos en ese primer viaje diario bastaba con intercambiar una breve mirada de complicidad y reconocimiento para empezar bien el día.
La primera parada sobrevino en el sótano uno.
Las puertas dejaron entrar a tres hombres y una mujer, todos de mediana edad: directivos veteranos de la casa; zapatos negros, trajes grises, corbatas discretas, abrigos largos de paño, calvas o canas, alguna barriga prominente. Ella sin embargo mantenía el tipo en la cincuentena dignamente con su tinte caoba y un funcional modelo de boutique. Cuatro manos pulsaron cuatro botones distintos en el cuadro de mando. Los vivos ojos negros de ella se abrieron en cuanto le reconoció. No iba a tener suerte en este viaje.
- ¡Hombre, cuanto tiempo! ¿Qué tal te va? ¿pero aún sigues viniendo en moto? ¿con este frío?
Le había largado a bocajarro la salva de preguntas con esa voz que tan suya y que tan bien recordaba, estudiadamente jovial, estudiadamente educada, estudiadamente neutra. La misma voz que en petit comité podía emplear para poner de vuelta y media un colega, negociar despiadadamente con un proveedor o hablar de naderías por la mañana en el ascensor con un antiguo colaborador.
- Buenos días, Esther. Ya me conoces, soy de moto...
Los ojos de ella se entrecerraron levemente al recordar, la fina piel de su rostro enjuto se arrugó en una amplia sonrisa enmarcada por el carmín.
- Ya lo veo ya, en fin chico, qué valor tienes, yo no podría... además tiene que ser peligroso. Quita, quita ¡Con lo calentito que se va en coche!
- No te digo que no, Esther, no te digo que no...
Uno de los tres hombres había optado por revisar concienzudamente los correos pendientes en su Blackberry, recostado en una de las esquinas junto a las puertas, abriendo una distancia imposible en aquella caja de acero de cuatro metros cuadrados. Sin embargo, los otros dos estaban siguiendo atentamente la conversación mientras no quitaban ojo a la compacta indumentaria motera. Uno de ellos, quizás el más elegante y también el más sobrado de maneras perfiló una mueca de sorna en el rostro. Como era de prever, no tardó en realizar su aportación al debate:
- Esther, ¡agradecida tienes que estarle! al fin y al cabo cuantos más vayan en moto, menos atascos para nosotr...
El viaje se había vuelto a interrumpir en la segunda planta para que entrara Felisa, una de las bedeles de la empresa: con su figura baja, regordeta y patizamba estaba encargada de transportar la correspondencia interior entre los distintos departamentos por todo el edificio. Había avanzado hasta quedar justamente tras la figura del ejecutivo que acababa de hacer la gracia. Aún no se habían cerrado las puertas cuando Felisa lo reconoció. Su rostro, casi siempre taciturno y abotargado por la medicación, se iluminó súbitamente:
-¡Buenos diiías Juliiiito!
El interpelado, cogido completamente por sorpresa, interrumpió el chascarrillo, dio un respingo y enmudeció tras palidecer visiblemente. Bajó la cabeza sin atreverse a dar la cara ante la recién llegada.
-Buenos días Felisa
-Que guapo vienes siempre, Julito
-Mu.. muchas gracias, Felisa
-¿Te he dicho que me recuerdas a George Clooney?
-Si, Felisa, si...
- Pero qué bien te sientan los años, Julito, ¡lo mismo que al buen vino!
Ya completamente desarbolado, el tal Julito
avanzó un paso hasta prácticamente tocar con la cara el gran espejo que cubría la pared del fondo. Después de interminables segundos, por
suerte para él las puertas volvieron a abrirse en la tercera planta. Mientras, el hombre de la esquina seguía aferrado al teclado de su Blackberry, manteniendo tenazmente su aislamiento.
-Hasta luego... - alcanzó a
musitar Julito mientras se escurría raudo por entre las puertas del habitáculo
aún antes de que terminaran de abrirse por completo.
-¡Hasta luego Julitooo! voceó Felisa desde la puerta del ascensor
Hala, Julito... a pasarlo bien; y bien por ti, Felisa.
Con el ascensor de nuevo en marcha, Felisa procedió a escanear visualmente al resto de los viajeros de arriba a abajo, lenta y metódicamente. Por unos instantes reinó una tensa calma llena de miradas desviadas a suelo y techo.
-Me gusta mucho ese modelito que llevas, Esther. Tu siempre vistes con mucho estilo.
-Muchas gracias, Felisa - respondió la aludida cortésmente, en su tono de voz universal.
La cuarta planta era la de Esther y uno de los jefes de sección.
- Hasta luego motero, me alegro de verte, ¡cuídate!
- Hasta luego Esther, igualmente, hasta el próximo viaje.
Las puertas se volvieron a cerrar. El hombre de la esquina seguía impertérrito mirando fijamente la pantalla de su teléfono.
Plantada en el centro justo del ascensor, Felisa giró sobre sí misma y fijó su atención por unos instantes en el ejecutivo y en su afanosa revisión de la mensajería electrónica. Poco después fijó la vista al frente y suspiró. Después de todas las emociones anteriores su semblante había vuelto a sumirse en una suerte de espesa calma con pasmosa rapidez.
Las dos plantas que faltaban transcurrieron en absoluto silencio. En la quinta planta desapareció el hombre de la Blackberry sin haber levantado la cabeza ni mediado palabra alguna. Felisa no se inmutó, no volvió a abrir la boca, ni siquiera cuando alcanzaron la sexta planta. Entonces abandonó el ascensor y girando a la izquierda se encaminó hacia el despacho de presidencia con sus pasos cortos de autómata.
Gracias por el viaje Felisa; al menos tú sigues siendo tú...
viernes, 21 de diciembre de 2012
lunes, 3 de diciembre de 2012
La vida sin ellos
El explorador había regresado con inesperadas noticias: se había localizado un gran foco de resistencia. Muy posiblemente fuera el último. El jefe de los voluntarios se volvió hacia su gente con un renovado brillo en los ojos. No tardó en dar las órdenes que todos ansiaban. "¡Vamos a por ellos!"
Habían sido largos años de lucha enconada y cruel. Habían caminado por el límite de su existencia muchas veces, Nunca ni unos ni otros tuvieron dudas en la implacable, furiosa lógica: Llegar a cualquiera de los parajes desolados de aquella guerra, buscarse, combatir, rodear, asaltar y perseguirse con saña en la huida.
Pero las mayores y más sangrientas batallas cayeron de su lado, y ahora la victoria estaba cerca. En los últimos tiempos todo se había vuelto mucho más fácil, casi rutinario. Lo único que nunca variaba era el espeso silencio que siempre precedía al primer disparo.
Fue el batallón de los voluntarios el primero en asaltar aquel silencio; fue su gente la que liquidó el reducto hostil, tras convertirlo en otra devastada ruina ennegrecida. La llegada del mensajero los encontró reponiendo fuerzas y pertrechos, aún en la zona de conquista, sobre los cráteres, cascotes y cuerpos de los caídos:
Confirmado: ¡el enemigo se ha rendido sin condiciones!
En ese momento todos los voluntarios se miraron: lo habían conseguido; los habían borrado del mapa. Supieron que habían disparado su último tiro. Se acababan de terminar todas las órdenes, el mando, las líneas de avance y retirada, las desenfiladas, los campos de minas, los abrigos, los refugios, los pozos de tirador, la intendencia y el municionamiento de la vanguardia. Y entonces cayeron en la cuenta de la terrible verdad.
Por todas partes se alzó un sordo clamor de celebración. Era la hora de la euforia, de la alegría desbordada por la victoria tan duramente alcanzada, de la paz largo tiempo soñada. Pero aquellos hombres no gritaron, no saltaron, no se abrazaron. Miraron al suelo y permanecieron en un hondo silencio que únicamente su jefe se atrevió a romper:
Ya no vigilaré más mi espalda, ya no tendré que esperar ninguna amenaza, ya no habrá que ir a buscarla, ni la llevaré hasta el mismo centro de la batalla. Olvidaré el calor, el frío, las privaciones y el latir de la sangre rabiosa en mis venas. Yo no valgo para vivir tranquilo, para hacerme viejo contemplando el mar. ¿Si la vida es riesgo, qué clase de vida me espera ahora?
Hemos tenido que vencerles para comprenderlo. Ellos nos daban nuestra razón de ser. No solo hemos acabado con ellos, también nos hemos dado fin a nosotros mismos.
¿Qué será ahora de nosotros sin nuestros queridos enemigos?
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