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Empezaba
a clarear mientras dormitaba con los pies sobre la mesa intentando reposar la
sangría de la verbena nocturna que le habían obligado a tragar como forastero
“ilustre”. El joven guardia civil recién llegado al Puesto se había sentido
como la diana perfecta de miradas y cuchicheos. Trató de despejarse con un café
con leche y una magdalena convertida casi en engrudo al pasar por su garganta.
Rumiaba su maldito destino en aquel pueblucho, mientras su mente volaba hacia
una rebanada de pan con manteca colorá.
El
sonido del teléfono le apartó de las delicias culinarias de su tierra y una voz
entrecortada y ronca le habló algo de unos huesos en una casa. “Bah, voy para
allá. Serán de algún animal…”
Un
vago olor a podredumbre le revolvió las tripas, aún más. Aquel esqueleto del
pasillo era humano, muy humano. El susto le dejó la mente en blanco. “Maldita
sea. ¿Y ahora qué? ¿Qué? Algo de un atestado, el forense, claro, y el juez…”
Salió con la magdalena avanzando por su esófago y se topó con el alcalde en
mitad de la calle. “¿Qué pasó joven? ¿Por qué sale de la casa del Manolo si no
vive aquí desde hace diez años o así?”. Mientras intentaba hilvanar una confusa
explicación, vio salir de otra casa a una vivaracha anciana de mejillas rojas
como manzanas. “Buenas, don Mariano. Hola, majo. ¿Qué pasó?” Le dedicó un guiño
especial al aturullado agente. La magdalena amenazaba ya con saltar de su
garganta.
El
corrillo de vecinos y forasteros de fiesta que les rodeaba había ido en
aumento. Casi gritando, el guardia civil intentó restaurar su dignidad y poner
orden. ¿Cómo era posible que hubiera un esqueleto allí después de tantos años,
un esqueleto que a todas luces tenía que ser el señor Manolo? ¿Cómo nadie se
había dado cuenta?
-Mire
usté, majo –dijo la anciana limpiándose las manos sobre el mandil- el Manolo
era muy suyo. Todo el día en el campo y a su aire. Y dos no hablan si uno no
quiere, o algo así, dice el refrán. Y aquí también somos muy nuestros. Y si
alguien no quiere dar explicaciones, no las pedimos. Y a otra cosa, mariposa. Y
aquí paz y después gloria. Cada vez se va más gente del pueblo. Sólo quedamos
cuatro gatos y mal repartidos. Pero somos buena gente, joven, no vaya usté a
pensar. Mi marido y yo guardamos al chucho del Manolo cuando lo vimos atado a
la puerta de la casa, muertico de hambre. Y eso que no nos sirvió para cuidar a
las ovejas. No ladra, fíjese qué raro. Un perro mudo. Ahora ya es tan viejico
como nosotros, una buena compañía.
Como
si hubiera estado atento a la llamada, el perro sin nombre avanzó lento, muy
despacio, y atravesó la puerta frente a la que durante tantos días gimió sin
respuesta. Un largo lamento de pena resonó al mediodía, y acalló de súbito
todas las voces.
El
primer lamento sincero por Manolo llegaba del único amigo que tuvo en vida.
Después, el viejo can se tumbó en el suelo con la cabeza muy cerca de cráneo
del muerto, con la mirada fija en él, inmóvil. Durante unos instantes nadie
habló, y se instaló una suerte de silencio de velatorio en el que nadie osó
acercarse ni al animal ni al muerto.
-
Quizás habría que llevarse de aquí al perro... - comentó al fin el alcalde,
dirigiendo su mirada al representante de la autoridad.
-
Por el momento no lo creo necesario, el pobre animal al fin y al cabo parece
tener claro que se ha reencontrado con su dueño, y por lo que se ve, él sí lo
echaba en falta ¿no les parece? - Quizás fuera por su acento andaluz, pero para
muchos de los presentes el tono de voz del agente parecía haber apuntado un
cierto deje de sorna. Sin embargo, nadie dijo nada.
Poco
a poco las voces volvían a surgir en el heterogéneo grupo, aunque mucho más
atemperadas.
-
A ver, aquí no tienen nada que hacer; hagan todos el favor, vuelvan cada uno a
lo suyo. – La magdalena definitivamente se había asentado en el estómago del
joven guardia. Más sereno, reparó en que alguno de ellos tuvo que ser quien le
llamase después de encontrar el cuerpo. Pero, poco a poco. Ya habría tiempo de
cuadrar preguntas y respuestas.
-
Don Mariano, ¿quiere usted ayudar? ¿puede quedarse en la puerta y me impide que
entre nadie? Y usted, señora -dijo dirigiéndose a la anciana - usted que
conocía al muerto, ¿puede venir conmigo adentro un momento? Voy a hacer un
primer registro visual.
El
agente y la mujer penetraron en la rancia atmósfera de la casa. Avanzando por
el pasillo en penumbra, dejaron atrás la esquelética figura inerte acompañada
por el perro hasta llegar a comedor. Allá donde se posaban sus ojos sólo había
una abandonada y densa suciedad, oscura y polvorienta que cubría los escasos
muebles de la estancia. Se hallaban en una cápsula del tiempo, de un tiempo ya
muerto y congelado, donde todo indicaba que la felicidad nunca tuvo demasiada cabida. Sobre una mugrienta
mesita redonda apareció un diario doblado con las últimas noticias que Manolo
conoció: la apergaminada portada mostraba la humeante zona cero de Nueva York.
Justo debajo asomaba lo que parecía una roñosa carpetilla blanca. Quizás se
tratase de un documento identificativo.
El guardia tiró de la esquina que
sobresalía y la tomó en sus manos. Resultó ser una cartilla veterinaria. En la
primera página se relacionaban los datos de un perro. El guardia levantó la
vista por un instante hacia el viejo animal que seguía inmóvil en medio del
pasillo, ajeno en su velatorio de los huesos del muerto. Volvió los ojos al
documento:
Fecha de nacimiento: Indeterminada
Raza: Mestizo común
Nombre: "Cotufo"-
leyó en voz alta el joven guardia.
En
ese momento, desde fondo del pasillo, el viejo can alzó primero la cabeza hacia
el guardia, después se incorporó y a continuación, echó a andar con un trote
asombrosamente ligero para su edad. Atravesó el pasillo hasta plantarse ante
los pies del hombre y sentándose de nuevo sobre sus cuartos traseros prorrumpió
en un ronco y breve ladrido, poniendo fin así a su largo silencio de diez años. El
guardia no pudo reprimir poner su mano sobre la cabeza del animal, que mantenía
sus ojos brillantes, fijos en él. Para Cotufo todo volvía a estar bien: Al
menos había vuelto a casa y había recuperado su nombre.
Bonito nombre para un perro,Cotufo. Un relato muy bueno y triste.
ResponderEliminar¡Enhorabuena a los dos!
Besos ;))
Gracias Blanca. De entre toda la tristeza de los humanos hay pocos seres como los perros para sacar nuevas alegrías...
EliminarBesos :))
Si no nos nombran no existimos... ¡Magnífico!
ResponderEliminarEstoy con Blanca, un relato muy bueno, aunque triste. "Y si alguien no quiere dar explicaciones, no las pedimos. Y a otra cosa, mariposa" Supongo que en esa comodidad nos hemos ido aislando. Tendremos que aprender a tejernos de nuevo.
Maravilloso dúo que hacéis :)
Gracias Isabel, como siempre encontrando claves adicionales tan atinadas. El olvido es la peor de las muertes, la verdaderamente definitiva. Contra ella por suerte seguimos encontrando milagros diarios en los ojos de los seres que no nos olvidan.
EliminarAbrazos!
Emocionante relato Ricardo
ResponderEliminarBego
@bego48
Muchas gracias, Bego. Me alegra que te haya llegado!
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