jueves, 10 de octubre de 2013

Very common in Nepal - 4 (La sonrisa nepalí)

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Después de una intensa mañana en pos de las escurridizas fieras selváticas, he vuelto de nuevo a la orilla del río, otra vez cerca del embarcadero. El día ya está mediado y el sol golpea con fuerza sobre mi cuerpo cansado. Mis ropas conservan todo el sudor ilusionado de la búsqueda, el mismo que se enfrió durante la tensa espera, el mismo que ahora me envuelve de nuevo, aderezado con la transpiración acre de la decepción final.

Debe ser que no he tenido bastantes emociones con todo lo que he visto y lo que en realidad no he llegado a ver, porque ahora mismo voy al encuentro de otra gran bestia de la jungla. Esta vez la encuentro sin dificultad. Hay decenas de ellas a mi alrededor chapoteando en el río, y no me prestan mayor atención que al resto de personas que deambulan a su alrededor. Con decisión me acerco a uno de los animales; en concreto, al que nuestro taciturno guía de esta mañana me acaba de señalar: "Pide esa hembra de ahí, es la más tranquila de todos estos."

Cuando no sin cierta prevención llego al pie de la gran elefanta, no necesito intercambiar palabra alguna con su conductor. Basta con un breve ademán al chico que asoma por encima de la gran cabeza cuadrada. Él se remueve brevemente sobre su montura y pronuncia un par de órdenes secas. De inmediato, a un metro escaso de mí, el gran animal echa cuerpo a tierra doblando primero sus patas delanteras y luego las traseras. Aún así su grueso espinazo queda por encima de mi cabeza. Agarro la mano que se me tiende y trepo descalzo por el montículo de carne gris hasta sentarme a horcajadas tras la testa de la elefanta. Con curiosidad, descubro que está cubierta de unos finos pelos negros enhiestos. Estoy encaramado sobre el lomo de un gigante. Detrás de mi se ha situado el conductor. Advierto que está de pie y va provisto de una vara de hierro corta. Uno de sus extremos termina en forma de gancho afilado. Con esta herramienta da una serie de golpes cortos en los cuartos traseros del animal. Acto seguido ésta se pone en pie y a continuación da media vuelta en dirección al río. Durante este proceso experimento lo que supongo debe sentir cualquier hormiga al verse zarandeada de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Como única sujeción cuento con la fuerza de mis piernas y una cincha de cuerda azul trenzada alrededor del cuello del animal, a la que me aferro con toda la energía de la que soy capaz.

Los andares de mi elefanta son pausados pero sorprendentemente ligeros para el peso que desplaza. Dispongo de unos segundos en los que contemplo todo mi entorno desde la altura de esta atalaya en movimiento. A cada paso que da puedo sentir bajo mis pies y mis manos la fortaleza de un poder hasta ahora desconocido, tranquilo, silencioso, obediente. Mientras tanto, nos hemos adentrado en el cauce del río hasta un punto en el que el agua alcanza el nivel de la panza del animal. En ese momento, el chico a mis espaldas pronuncia una breve orden. Lo que ocurre a continuación me coge totalmente desprevenido; los elefantes pueden ser muy rápidos cuando quieren: En un instante veo ascender una larga trompa por encima de mi cabeza que, tras describir un elegante arco, descarga directamente sobre mi cara un enorme y prolongado chorro de agua. Instantáneamente todo el calor, el sudor y el cansancio acumulado se evaporan de mi cuerpo.

Siguiendo exactamente la cadencia de las instrucciones del muchacho, la elefanta se aplica diligente en su tarea. Cada ascenso de la probóscide del animal es una ducha revitalizante, recia, precisa, sin concesiones. Creo que me estoy haciendo con el juego, y así me preparo para otro nuevo roción. Pero de pronto la voz de mando que oigo a mis espaldas cambia, y el mundo sobre el que creía hallarme firmemente sujeto me voltea sin dificultad hacia un costado. Me descubro volando de cabeza hacia el río. "¡Aquí me habéis pillado bien!", pienso mientras nado de vuelta hacia la isla viviente y su guía.

Por su parte, tanto la elefanta con sus vivos ojos redondos como el muchacho me miran, sonrientes y listos para repetir la jugada. Por mi parte, estoy empezando a comprender una parte de los motivos de la eterna sonrisa nepalí.





2 comentarios:

  1. "A cada paso que da puedo sentir bajo mis pies y mis manos la fortaleza de un poder hasta ahora desconocido, tranquilo, silencioso, obediente", ¿el poder de las alturas? Pues va a ser cierto...
    ¡Qué magnífico relato! ¡Que envidia!
    Un abrazo :)

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    1. No era tanto la altura a la que nos movíamos, sino la fuerza que desprendía a cada pisada, conectada directamente con la tierra. De ese contacto, de ese apego proviene todo su poder. Gracias, Isabel.

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